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Udja, canciller real, gobernador de Sais y responsable de la marina de guerra, estaba muy enojado. La fatiga no hacía mella en él y su poderosa anatomía se volvía amenazadora.

—No sois hombres que rehuyan sus responsabilidades —le dijo al juez Gem y a Henat, el jefe de los servicios secretos—. Y esperaba otro balance.

—No hay ninguna pista referente al casco del rey —reconoció Henat—. El ladrón lo ha escondido muy bien y no comete errores. Afortunadamente, mis agentes no mencionan intento de sedición alguna. En los cuarteles de mercenarios reina la calma y no se profieren discursos contra el faraón Amasis. Dado mi lamentable fracaso, he presentado mi dimisión a su majestad.

—Y él ha hecho bien rechazándola —replicó Udja—. Nadie es tan competente como tú, y no se abandona el barco en plena tormenta. Tus dificultades prueban la magnitud de la conspiración, pero la situación no es desesperada. El enemigo teme un fracaso, por lo que no se atreve a lanzar la gran ofensiva que prepara desde las sombras. Además, ignoramos la identidad de los cabecillas, salvo probablemente la de su jefe: el escriba Kel.

El juez parecía abatido.

—Este asunto me supera. Ni la policía ni los informadores consiguen encontrar al fugitivo. Yo también he presentado mi dimisión.

—Y el rey también ha tenido razón al manteneros en vuestro cargo —declaró el canciller—. Ese tal Kel no es un criminal ordinario y debemos unir nuestros esfuerzos para preservar al faraón y el Estado. Olvidemos cualquier querella anterior y luchemos juntos.

Henat y Gem asintieron al unísono.

—¿Por qué no podemos encontrar al escriba Kel? —dijo entonces el canciller—. ¿Muerte natural? ¡Eso sería demasiado fácil! ¿Asesinado por sus propios cómplices, que querían librarse de un personaje ya molesto? Es posible. En ese caso, todos nuestros problemas estarían solucionados. Ya nadie intentaría proclamarse rey, y el casco permanecería oculto para siempre. Presas del pánico, tal vez incluso lo hayan destruido los sediciosos.

—No lo creo —repuso Henat—. La magnitud de los crímenes cometidos demuestra que Kel es el jefe de la organización: un tirano implacable y artero, capaz de librarse de los contestatarios. ¡Sin duda le gustaría ver que bajamos la guardia! A fuerza de buscarlo en vano, llegamos a la conclusión de que ha desaparecido y la investigación se interrumpe. Entonces, Kel sale tranquilamente de su madriguera y tiene las manos libres para actuar. Propongo que no levantemos ninguno de los dispositivos de seguridad y sigamos acosándolo.

El canciller y el juez estuvieron de acuerdo.

—No obstante, hay un detalle que me desconcierta —reconoció Gem—. Dado el número de retratos distribuidos entre las fuerzas del orden y los informadores, es imposible que Kel haya pasado a través de las mallas de la red. O se ha refugiado en el sur, en Nubia incluso, y por tanto no podrá contar con tropas de élite, o… ¡ha cambiado de apariencia física! Se ha cortado el pelo, se ha afeitado la cabeza, se ha puesto una peluca, bigote, un taparrabos de obrero, una túnica de mercader, vestidos multicolores de libios o sirios, una túnica griega… ¡Se me ocurren múltiples disfraces!

—Inquietante hipótesis —admitió Henat—. Lamentablemente, es muy posible. Dicho de otro modo, nuestros retratos son inútiles y ese asesino seguirá siendo inaprensible.

—Aquí, y no en el sur, un usurpador podría intentar tomar el poder —aseguró el canciller—. Sin embargo, coloquemos bajo estrecha vigilancia la guarnición de Elefantina. Ciertamente, su rebelión estaría condenada al fracaso y no amenazaría el trono, pero debemos ser prudentes.

—Reforzaré el dispositivo ya emplazado —prometió Henat.

—Temo que el juez Gem haya descubierto la verdadera explicación —prosiguió Udja—. Si hay algo que está claro es que el asesino cuenta con la ayuda de cómplices muy eficaces. Solo, y a pesar de su siniestro talento, no conseguiría escapar de nosotros.

—Lamento pronunciar el nombre del sumo sacerdote Wahibre —dijo con voz neutra el jefe de los servicios secretos—. Pienso en la ingenuidad de un hombre generoso y crédulo. Convencido de la inocencia de ese escriba, un temible encantador de serpientes, lo habría ayudado de buena fe.

—El registro a fondo del dominio de Neit no produjo resultados —recordó el juez—. ¿Habrá que repetirlo?

—Es inútil —estimó Henat—. El sumo sacerdote, bajo arresto domiciliario y privado de la audiencia real, no cometería la locura de ocultar a ese criminal. Además, tenemos a un hombre en la plaza: Menk.

—Wahibre es tozudo —afirmó el canciller—. Si sigue confiando en Kel, no lo abandonará.

—¡El sumo sacerdote se arriesga a ir a prisión! —indicó el juez.

—De ahora en adelante ya no intervendrá personalmente, sino que dejará que actúen uno o varios de sus amigos. Debemos identificarlos.

—Wahibre no es ni mundano ni sociable —analizó el magistrado—; no tiene muchos amigos. Es cierto que…

Gem vaciló, pensativo. En ese estadio de la investigación, no debía olvidar nada.

—Su único confidente es Pefy, el ministro de Finanzas.

—Ni hablar —lo interrumpió el canciller—. Ese fiel servidor del Estado nunca traicionaría a Amasis.

—Pefy muestra gran afecto por la ciudad santa de Abydos —intervino Henat— e intenta, en vano, obtener fondos para los trabajos de restauración. Esa insistencia irrita a su majestad y provoca, ciertamente, el rencor del ministro de Finanzas.

—No hasta el punto de convertirlo en conspirador —protestó Udja.

—¿Dónde está actualmente? —quiso saber el juez.

—En Abydos —respondió Henat—. Allí celebra los misterios de Osiris.

—Lo interrogaré a su regreso —decidió Gem—, y espero no llevarme una desagradable sorpresa.

—Sé lo que me digo ministro —declaró el canciller—. El ministro Pefy no tiene ambiciones personales y aplica escrupulosamente la política de su majestad. La prosperidad de Egipto prueba la calidad de su trabajo.

—El brazo derecho del sumo sacerdote es una mujer joven —añadió el jefe de los servicios secretos—. Convertida en Superiora de las cantantes y las tejedoras de Neit, Nitis se lo debe todo. Es inteligente y decidida, y está destinada a sucederlo. No ignora los pensamientos de Wahibre y no podría desaprobarlos.

—¿Llegaría hasta el punto de convertirse en su cómplice? —se preocupó el juez.

—No lo descarto.

—Alguien apegado a su carrera no comete ese tipo de errores —objetó el canciller—. ¿Por qué iba a defender una futura suma sacerdotisa a un criminal al que nada la liga? Yo creo que más bien aconseja a Wahibre recomendándole que obedezca al rey y se atenga a sus funciones religiosas.

—Si Nitis va por mal camino, nuestro amigo Menk me informará de ello —indicó Henat—. Tras su deplorable paso en falso, intenta hacerse perdonar.

—Interrogaré también a esa sacerdotisa —decretó Gem.

—Ha salido de Sais para participar en los funerales de Apis —dijo Henat—; regresará muy pronto.

—¿Habéis identificado ya a un nuevo toro sagrado? —preguntó el juez al canciller.

—Todavía no. Todos los grandes templos de Egipto han sido avisados y los ritualistas recorren la campiña para descubrirlo cuanto antes.

—¡Qué los dioses nos sean favorables! Esa desaparición debilita al rey, y el pueblo comienza a murmurar. Sin la protección de la energía vital del toro Apis, quién sabe si podrá vencer la adversidad y las fuerzas de las tinieblas.

El rostro del jefe de los servicios secretos se ensombreció.

—¡Favorables circunstancias para el ladrón del casco!

—¿Y si aprovechara los funerales para proclamarse rey? —se alarmó el canciller.

—Los mercenarios de Menfis están acuartelados hasta la llegada del nuevo Apis, y soldados de élite vigilan la ceremonia. En principio, la situación está controlada.