La procesión, formada por sacerdotes y sacerdotisas, delegados del faraón y militares, fue a buscar la momia del toro Apis para conducirla a la tienda de purificación, levantada a orillas del lago del rey. El sumo sacerdote de Ptah derramó sobre el cuerpo osírico agua fresca procedente del cielo, y pronunció fórmulas de resurrección. Luego, el muerto transfigurado atravesó en barca el lago, símbolo del océano primordial, donde nacían y renacían todas las formas de vida.
El camino que llevaba al Serapeum presentaba serias dificultades. Recientemente había sido enarenado a causa de los fuertes vientos, y terminaba en una rampa rocosa que exigió considerables esfuerzos por parte de los soldados encargados de tirar de una narria que soportaba la pesada momia.
Provisto de un cofrecillo que contenía amuletos, Kel seguía a Nitis, a la cabeza del cortejo. Bebón y Viento del Norte, cargado con calabazas, se mantenían más atrás; plañideras profesionales declamaban una letanía en honor del difunto.
El viaje fúnebre duró unas diez horas. Hasta que, finalmente, apareció la avenida de esfinges que llevaba al interior del Serapeum. La procesión se detuvo.
—He aquí el Hermoso Occidente abierto al Apis justo de voz —declaró el sumo sacerdote de Ptah—. El rey le ofrece un sarcófago de granito rosa y negro, su barca de resurrección inalterable e indestructible. Nunca antes un faraón había llevado a cabo semejante obra.
Nitis abrió el cofrecillo que le presentaba Kel, sacó los amuletos y los dispuso sobre la momia.
Los principales ritualistas y sus ayudantes, cargados de ofrendas funerarias, cruzaron la puerta de la necrópolis de los toros.
Dos galerías conducían a las cámaras de resurrección de los Apis. La primera de ellas, que databa del Imperio Nuevo, tenía sesenta y ocho metros de largo; la segunda, excavada en el reinado de Psamético I,[32] se aproximaba a los doscientos metros y cortaba la anterior en ángulo recto.
Los ritualistas que habían participado en los funerales se beneficiaban de un notable privilegio: podían depositar allí estelas con su nombre y verse así asociados a la eternidad de Apis.
La sepultura del difunto impresionó a Nitis: medía unos ocho metros de altura y el sarcófago era colosal, de unas sesenta toneladas.
El sumo sacerdote de Ptah procedió entonces a la apertura de la boca de Apis, dotada de nuevo de la palabra creadora. Luego ordenó a los soldados que depositaran la momia en el interior del sarcófago y pusieran en su lugar la cubierta de piedra.
Por fortuna, no se produjo ninguna falsa maniobra.
Mientras se emparedaba la cámara de eternidad, Kel exploró el lugar. Descifraba a toda prisa las estelas votivas, esperando descubrir un mensaje de los antepasados. Decepcionado, sin embargo, salió de la gran galería y quiso aproximarse a las sepulturas sumidas en la oscuridad.
Un soldado le cerró el paso.
—¡Alto! ¿Adonde vas?
—Me han pedido que depositara una ofrenda.
—Está prohibido el paso.
—Mi ofrenda…
—Te equivocas de lugar. Atrás.
El escriba obedeció.
Al terminar la ceremonia, diversas estelas con el nombre de los dignatarios fueron depositadas ante la puerta emparedada, y los ritualistas abandonaron la necrópolis en silencio.
—Un soldado me ha impedido llegar hasta el fondo de una galería —murmuró Kel al oído de Nitis—. Acabo de verlo salir. Ahora ya no hay nadie en el Serapeum. Debo proseguir con mis investigaciones.
—¡Es demasiado peligroso! Los guardias os detendrán.
—Bebón los distraerá. Si no actúo de inmediato, no descubriremos la verdad. Mañana, el paraje será inaccesible.
—Yo debo regresar a Menfis junto al sumo sacerdote. Sed prudente, os lo ruego.
—Deseo demasiado volver a veros, Nitis.
Un dignatario llamó entonces a la muchacha, y Kel se alejó.
Bebón mordisqueaba una torta mientras Viento del Norte dormitaba.
—No quiero saber lo que estás pensando —se inquietó el cómico.
—Tú alejarás a los guardias, yo entraré de nuevo en el Serapeum, exploraré el lugar y huiremos.
—¡Genial! Supongo que es inútil discutir contigo.
—Prepárate.
En plena noche, cinco de los diez guardias dormían a pierna suelta, otros tres dormitaban, y los dos restantes hablaban de sus desavenencias conyugales. Como a menudo estaban destinados a alguna misión lejos de sus hogares, comenzaban a dudar ya de la fidelidad de sus esposas.
Unas nubes ocultaron la débil luz de la luna en cuarto creciente, y Kel se arrastró entonces hacia la entrada de los subterráneos. Al día siguiente quedaría obstruida hasta la inhumación del sucesor del Apis difunto.
El escriba se deslizó hasta el interior, luego se incorporó y corrió hacia la zona prohibida. Disponía de poco tiempo antes de que Bebón interviniera, por lo que Kel utilizó una de las lámparas que seguían encendidas para examinar las estelas.
No obstante, eran simples textos de veneración dirigidos al toro Apis, allí no había ni el menor elemento extraño que procediera de un lenguaje cifrado.
Al fondo de la galería vio una pequeña tumba abierta. En su interior, un sarcófago de madera desprovisto de tapa.
Extrañado, Kel se atrevió a mirar el contenido.
Se quedó atónito durante largo rato, hasta que unos lejanos gritos le recordaron que debía darse prisa. Se apoderó del tesoro y salió del Serapeum.
La hoguera encendida por Bebón había atraído a los guardias. No tardarían en descubrir un simple montón de ramas y hierbas secas, sin peligro para la seguridad de la necrópolis.
—Sigamos a Viento del Norte —indicó el actor—. Él conoce el camino. Pero…
Kel enarboló entonces el valioso objeto.
—¡He encontrado el casco del faraón Amasis!