A la mañana siguiente, Nitis regresó al cercado. Pero un guardia le impidió la entrada.
—Nadie puede pasar. Orden del veterinario.
—¿Ni siquiera la delegada del sumo sacerdote de Neit?
El título de la visitante impresionó al policía. Podía hacer que lo destinaran a un rincón perdido de la provincia.
—Bueno… pero no os quedéis demasiado tiempo.
Apis estaba cada vez peor. Respiraba con dificultad, las sienes le ardían y tenía las raíces de los dientes inflamadas. No había tocado la comida, cuyo olor intrigó a la sacerdotisa. Tomó una parte y la llevó al laboratorio del templo de Ptah, donde encargó a un técnico que la analizara.
Su examen fue definitivo: el alimento estaba envenenado. La muchacha pidió de inmediato audiencia al sumo sacerdote, que la recibió a última hora de la mañana.
—Intentan asesinar a Apis —explicó.
—¡Eso es imposible! Nuestro veterinario es un reputado facultativo. Jamás permitiría que se cometiera semejante fechoría.
—Lo sustituye su ayudante, por un incidente sanitario. Y éste se niega a cuidar al toro.
—Lo mandaré llamar de inmediato.
Tras una larga espera, el sumo sacerdote fue informado de que el ayudante había desaparecido, y el titular estaba demasiado enfermo para intervenir. Así pues, se recurrió a otro facultativo, cuyo diagnóstico fue pesimista.
A su entender, el toro estaba viviendo sus últimas horas.
Ken y Bebón, que se alojaban con la servidumbre, se comportaban de un modo muy distinto. El escriba salía poco y, a pesar de sus repetidos fracasos, intentaba desentrañar el código del papiro. El cómico, por su parte, paseaba en compañía de Viento del Norte y discutía de buena gana con los curiosos.
Por fin, Nitis regresó.
—Apis se está muriendo —les comunicó.
—No me sorprende —dijo Bebón.
—¿Cómo lo habéis sabido? ¡Se trata aún de un secreto de Estado!
—¡Depende para quién! Según un ritualista, hace más de una semana que está preparándose su sepultura en el Serapeum.
—De modo que la muerte de Apis estaba programada —concluyó Kel.
—Digámoslo claro: se trata de un asesinato.
—La desaparición del toro sagrado debilita la potencia del rey —recordó Nitis—. Durante el período de los funerales y hasta la consagración de un nuevo Apis, Amasis estará en peligro.
—¿No demuestra eso su inocencia? —se preguntó el escriba.
—Yo sigo siendo escéptico —declaró Bebón—. Mejor no saquemos conclusiones apresuradas.
—¿Y si la clave del enigma se encontrara en el Serapeum, la necrópolis de los toros Apis? Tal vez sean ellos los antepasados que poseen el código.
—Por lo general, se prohíbe el acceso —precisó Nitis.
—¡Los ritualistas deben preparar los funerales! Y Bebón encontrará el modo de burlar la vigilancia de los guardias.
—¡Bien, así que voy a convertirme en el salvador de la humanidad!
—Comienza por nosotros dos. Luego, ya veremos.
El toro Apis falleció al alba. El sumo sacerdote de Ptah se recogió ante el cadáver y lo entregó a los embalsamadores, encargados de transformarlo en cuerpo osírico. Luego convocó a los ritualistas que participaban en la ceremonia; sólo ellos estarían autorizados a entrar en el Serapeum.
—Nitis, la Superiora de las cantantes y las tejedoras de Neit, nos ayudará —decidió—. El luto oficial, que su majestad desea que sea lo más breve posible, comienza en este instante. El sarcófago del difunto Apis ya está listo, por lo que procederemos rápidamente a su instalación.
¡Así pues, la joven tenía oficialmente acceso al Serapeum! La prisa del monarca demostraba su inquietud. ¿No aprovecharían los conjurados ese inquietante período para hacerse con el poder?
El cuerpo de Apis fue llevado a la sala de embalsamamiento, situada en la esquina suroeste del recinto del templo de Ptah, y depositado en un lecho de alabastro.
Comenzaron entonces los velatorios fúnebres, acompañados por un ayuno de cuatro días durante los cuales sólo se consumía agua, pan y legumbres.
Bebón, previsor, había ocultado dos jarras de buen vino.
—Me gustan los toros —reconoció—, pero prefiero un buen caldo. Nos ayudará a soportar las privaciones.
Kel rechazó la copa.
—¡No te hagas el mojigato!
—Deseo respetar las prescripciones rituales.
—¡No eres sacerdote de Apis!
—La potencia que encarna merece veneración.
—¡Puedes ahorrarte las especulaciones teológicas conmigo! Yo bebo y doy gracias a los dioses por haber creado la viña.
El rey Amasis vació otra copa.
—¿No deberíais evitar esos excesos? —se inquietó la reina Tanit.
—¡La muerte del toro Apis me hace frágil! Para el pueblo, mi potencia disminuye. Y el ladrón de mi casco se dispone a usurpar el poder.
—¿Avanza la investigación del juez Gem?
—¡Ni una pulgada! El escriba asesino ha desaparecido. Cualquiera diría que está muerto y enterrado. Y tampoco hay rastro alguno del casco. Por lo que se refiere al jefe de los servicios secretos, está empantanado de un modo lamentable pero no busca excusas. Henat acaba de presentarme su dimisión, y yo la he rechazado. Hasta ahora ha demostrado ser un hombre muy capaz, y su experiencia es insustituible. Nos encontramos ante un adversario especialmente hábil, Tanit. Al asesinar al toro Apis, afecta a mi Ka, mi reserva de energía vital.
—¿Cómo podemos combatirlo?
—De dos modos: encontrando en seguida un sucesor para Apis y reduciendo al mínimo el período de duelo. Por eso he enviado emisarios por todo el país y transmitido estrictas consignas al sumo sacerdote de Ptah.
Tanit se interpuso entre la jarra de vino y su marido.
—¡Conservad vuestra lucidez, os lo ruego! La necesitaréis para vencer en este combate.