63

Como todas las semanas, Nitis visitó a la vaca sagrada, encarnación terrenal de la diosa Neit y madre del toro Apis, símbolo vivo del Ka real, la potencia creadora del faraón. Por lo general, el apacible animal de tan dulces ojos lamía la mano de la sacerdotisa, y juntas pasaban un largo rato de felicidad. Esta vez, sin embargo, la madre de Apis permaneció postrada. Inquieta, Nitis llamó al veterinario. Su diagnóstico fue pesimista.

—La madre de Apis está viviendo sus últimas horas.

La muchacha fue de inmediato a casa del sumo sacerdote.

La angustia de Nitis lo conmovió.

—¿Está Kel en peligro?

—No, le he encontrado un refugio seguro.

—¿Por qué pareces tan atormentada, entonces?

—La vaca de la gran diosa agoniza.

La noticia dejó consternado a Wahibre.

—Tendría que ir de inmediato a Menfis para comprobar el estado de salud del toro Apis, su hijo, garante de la vitalidad de Amasis.

—Estáis bajo arresto domiciliario —recordó Nitis—. ¿Me permitís que os sustituya?

—Parte de inmediato. En las actuales circunstancias, la muerte de Apis sería una catástrofe.

A bordo de la embarcación oficial de la Superiora de las cantantes y las tejedoras de Neit, nadie prestó atención a la presencia de un escriba, un copero y un asno. Kel, Bebón y Viento del Norte viajaban con toda seguridad.

Kel llevaba el diario de a bordo, Bebón llenaba las copas de cerveza fresca y Viento del Norte, alimentado con cardos, alfalfa y dátiles, disfrutaba de aquel delicioso periplo por el Nilo durante el cual no debía hacer esfuerzo alguno.

Cuando llegaron a Menfis, la sacerdotisa anunció al capitán que se limitaría a llevar una escolta reducida, formada por dos servidores y un asno, encargado de llevar las vestiduras.

Al norte del barrio fortificado de la mayor ciudad de Egipto, el santuario de «Neit que abre los caminos» ocupaba una superficie considerable.

La homologa de Nitis, una cuarentona de rostro severo, la recibió cálidamente.

—Esta visita nos honra.

—Veros es una alegría. Lamentablemente, la inquietud guía mis pasos, pues la madre de Apis acaba de morir, y el sumo sacerdote teme el debilitamiento de su hijo.

La sacerdotisa menfita se envaró.

—¿No debería haberse desplazado hasta aquí el venerable Wahibre?

—Sí, pero hay graves dificultades que se lo impiden. Me ha dado el poder de representarlo.

—Vayamos al recinto del toro.

El culto del toro Apis databa de la primera dinastía, que había visto la unificación del Alto y el Bajo Egipto bajo el reinado de Menes. El toro, heraldo e intérprete de la potencia real,[30] proveía de innumerables riquezas la mesa de los dioses y las diosas. Encarnación de la creación, de la luz y de la resurrección,[31] el coloso había nacido de una vaca iluminada por un relámpago que brotó de las nubes. Ésta era el símbolo de la diosa-Cielo unida al primer fulgor del alba de los tiempos, pero no daba ya a luz. Apis, su único hijo, garantizaba la vitalidad del faraón.

El toro sagrado no se parecía a ningún otro. Negro, con un triángulo blanco en la frente y el escarabeo de las metamorfosis grabado en la lengua, ocupaba un cercado situado al sur del templo de Ptah, cerca del palacio real. Allí gozaba de atentos cuidados, y vivía largos y felices años al servicio de la prosperidad del reino.

A su muerte, al templo de Sais le correspondía proporcionar un sudario osírico, indispensable para la inhumación. Pero las autoridades religiosas de Menfis no habían enviado ningún mensaje alarmante a las de Sais.

El vasto y confortable dominio de Apis atestiguaba la importancia atribuida al toro sagrado.

Cuando las dos mujeres llegaron allí, vieron que el cercado estaba vacío.

—¿Dónde está? —preguntó Nitis.

Extrañada, la sacerdotisa menfita alertó al guardián en jefe.

—Esta mañana no ha salido de su establo.

—¿Acaso está enfermo?

—Yo me limito a alimentarlo.

—Abrid la barrera —ordenó Nitis.

Sería mejor no discutir con aquellas mujeres. Si se enojaban, te echaban en seguida un maleficio.

La sacerdotisa cruzó el cercado y penetró en la residencia de Apis. El poderoso animal estaba tendido de costado, sus ojos supuraban.

Nitis se acercó a él. Entre el toro y ella, la confianza brotó de inmediato. Le tocó la frente: ardía.

—Vamos a curarte —le prometió ella.

La muchacha salió entonces corriendo.

—Apis está gravemente enfermo —le dijo a su colega—. Avisemos de inmediato al veterinario.

El titular del puesto guardaba cama, pero lo sustituía su ayudante. Tras un breve examen, éste formuló su diagnóstico.

—Nada alarmante: una simple fiebre pasajera.

—Permitidme que lo dude —afirmó Nitis.

El técnico se engalló.

—¡Nadie ha puesto jamás en duda mi competencia!

—¿No deberíamos frotar al toro con plantas y hacer que sudase para expulsar las toxinas?

—Eso sería del todo inútil. Bastará con algo de reposo. Muy pronto habrá recuperado la salud.

—Sin embargo.

—El especialista soy yo, no vos.

Y dirigiendo a Nitis una mirada de desdén, el veterinario se alejó.