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El juez Gem no estaba de muy buen humor. A pesar del despliegue de las fuerzas de policía y del considerable trabajo que se había hecho sobre el terreno, la investigación se atascaba, y el escriba asesino seguía burlándose de él. Al menos, el juez había obtenido algunas evidencias. Ya no cabía duda alguna de la culpabilidad de Kel, ni tampoco de su participación en una conspiración destinada a derribar al rey. Tal vez, incluso, el escriba dirigía una cohorte de sediciosos, los más encarnizados de los cuales le proporcionaban la ayuda necesaria para escapar de las autoridades.

La dignidad y la credibilidad del juez estaban en juego. Aquel fracaso no tardaría en provocar el furor de Amasis, que reprochaba su ineficacia al jefe de la magistratura. Y la acusación sería merecida.

¿Por qué tantas dificultades sino a causa de la gravedad del asunto? Kel no era un asesino vulgar, sino un temible cabecilla, dispuesto a matar a todo aquel que se cruzara en su camino. Semejante ferocidad sorprendía al viejo magistrado, muy acostumbrado sin embargo a las vilezas humanas.

A veces, Gem pensaba en las últimas palabras del difunto jefe del servicio de los intérpretes: «Descifra el documento codificado y…». Un documento que había desaparecido.

¿Tendría Kel ese texto y lo utilizaría contra el poder constituido?

Cuando el juez, pensativo, salía de su despacho, Henat se dirigió a él.

—¡Parecéis preocupado!

—¿Acaso tengo razones para alegrarme?

—La confianza de su majestad debería tranquilizaros.

—¿No me será retirada muy pronto?

—¡De ningún modo! El rey aprecia vuestros esfuerzos, y no tiene en absoluto la intención de sustituiros.

—¡Me asombráis, Henat!

—El orden reina, la justicia es respetada: eso es lo esencial. Y vos desempeñáis un papel muy importante al aplicar la ley. El juez Gem no ocultó su despecho.

—¡Me he atascado de un modo lamentable! Ese tal Kel no es un adversario común.

—No nos desanimemos. Sabéis muy bien que el peor de los criminales acaba siempre cometiendo un error. Además, disponemos de un nuevo aliado: Menk, el organizador de las fiestas de Sais.

—¿Acaso posee alguna información importante?

—Le he encargado que me informe de cualquier incidente que pueda acontecer en el dominio de Neit.

—¡Un espía en el templo!

—Menk presta servicio a la justicia.

—¿Suponéis que el sumo sacerdote se atreve a ocultar a un criminal huido?

—Un registro a fondo del lugar no produjo resultados. Dada su situación, Wahibre no correría semejante riesgo, pero podría utilizar a sus fieles para ayudar al escriba a escapar.

—Dicho de otro modo, el sumo sacerdote forma parte de los conspiradores.

—No forzosamente. Tal vez cree en la inocencia de Kel. Sea como sea, Menk se mantendrá al acecho y recogerá informaciones útiles. Naturalmente, os tendré al corriente.

El jefe de los conjurados hizo balance.

—La situación evoluciona satisfactoriamente. Es cierto que no habíamos previsto semejante resistencia por parte de ese pequeño escriba, pero en el fondo sirve a nuestra causa llamando la atención. No obstante, seguid manteniendo una prudencia extrema y no bajéis la guardia, pues la victoria aún está lejos.

—¿No descubrirá el rey la verdad?

No podemos descartar ese desastre. Por eso es conveniente debilitar su Ka, su dinamismo creador, y convertirlo en un juguete de los acontecimientos.

—¡Difícil tarea! A pesar de su pereza y su afición a la bebida, Amasis sujeta las riendas del poder. Posee el instinto de la fiera, capaz de oler el peligro.

—No atacaremos directamente a su persona —decidió el jefe de los conjurados—, sino a su encarnación venerada por todos.

Uno de los sediciosos protestó.

—¡El efecto será terrible entre la población!

—Eso es precisamente lo que deseamos.

La belleza de la Superiora de las cantantes y las tejedoras de la diosa Neit deslumbró a Menk. A cada nuevo encuentro, su atractivo aumentaba. Algún día sería suya. Debía protegerla, pues.

—¿Os ha escuchado el rey? —preguntó Nitis.

—Sí, pero habéis sido engañada por un falso rumor. En realidad, no existe tráfico de armas alguno.

—¿Estáis… seguro?

—Su majestad en persona me ha dado la prueba —afirmó Menk, disfrazando un poco la verdad.

Era imposible hablar de la delicada misión que le había confiado el jefe de los servicios secretos.

—¡Sed prudente, Nitis, os lo suplico! La huida del escriba asesino y los problemas militares forman parte de un asunto de Estado que nos supera, a vos y a mí. Acercarse a ellos, poco o mucho, nos condenaría a la destrucción.

—Gracias por vuestros consejos, Menk.

—¿Me prometéis seguirlos?

—Os lo prometo.

—¡Me reconfortáis, Nitis! Sin embargo, una angustia me tortura: ¿la natural bondad del sumo sacerdote no le habrá llevado a ayudar a Kel, recomendándolo a un amigo, por ejemplo?

—Pero ¿qué estáis imaginando? Para el sumo sacerdote sólo cuenta la ley de Maat. Nunca apoyará a un asesino.

La inauguración de un nuevo taller, provisto de soberbios telares, suponía el cierre del antiguo edificio, que no sería utilizado durante algún tiempo. Un escondrijo ideal para Kel.

Representando a la perfección su papel de proveedor de géneros alimenticios transportados, a su ritmo, por el robusto Viento del Norte, Bebón iba de un lado a otro a su antojo.

Con un ademán, Nitis le ordenó que la siguiera.

La sacerdotisa, el escriba y el actor se encontraron en el taller abandonado.

En caso de peligro, el asno daría la voz de alarma.

En la penumbra del silencioso local, Kel contempló a Nitis. La joven, semejante a los primeros fulgores del alba, encarnaba la esperanza. ¡Tan próxima y, al mismo tiempo, tan inaccesible!

—¿Dónde estamos? —preguntó Bebón, rompiendo aquel momento, delicioso y doloroso a la vez.

—Pitágoras no ha conseguido convencer al monarca —deploró Kel—. Se ha visto obligado a regresar a Grecia.

—El mismo fracaso por parte de Menk —reveló Nitis—. Según el mismo monarca, no hay tráfico de armas.

—Dicho de otro modo —estimó Bebón—, Amasis es quien ordenó los crímenes cometidos.

—¡Me niego a creer eso! —protestó Kel—. Un faraón nunca ha traicionado a su país y a su pueblo.

—Los tiempos cambian.