Parecéis contrariado —observó la reina Tanit—. ¿Acaso no os gusta este buey en salsa y este vino de los oasis?
—No es eso, es que no tengo apetito —respondió Amasis.
—¿Problemas?
—¡Sólo uno, ese maldito sumo sacerdote Wahibre! Esta vez se ha pasado de la raya. He decidido librarme de él: será detenido y deportado por alta traición.
La reina se secó delicadamente los labios con una servilleta de lino.
—¡Un proceso en perspectiva! ¿Tenéis las pruebas necesarias?
—No habrá proceso.
—Wahibre es una autoridad espiritual y moral muy respetada —recordó Tanit—. Si su condena no está plenamente justificada, os la reprocharán. Echaros encima todos los templos de Egipto podría debilitaros.
—¡No representan el porvenir!
—Sin duda, pero los egipcios están muy apegados a ellos, y los templos relacionan a los hombres con los dioses. ¿Acaso los propios griegos no reconocen que las Dos Tierras son la patria de las divinidades y el centro espiritual del mundo?
—¡Wahibre me detesta!
—¿Qué importa eso?
—Conspira contra mí.
—¿Estáis seguro? ¿Podéis apoyar esa acusación ante un tribunal?
Amasis vaciló.
—Hacer desaparecer al sumo sacerdote de Neit provocaría graves disturbios —aseguró la reina—. Los ritos y las fiestas ya no se celebrarían en Sais, y el movimiento se extendería a todo Egipto.
El rey puso la mano sobre la de su esposa.
—No quiero llegar hasta ahí. Querida, habéis evitado que cometiera un error fatal.
—He aprendido a amar y a comprender este país. Puesto que ese alto dignatario os hace la vida imposible, maniatadlo e impedid que haga daño sin tocar sus funciones religiosas. Su edad debería incitarlo a la prudencia. Además, si sale de su territorio, la ley os permite intervenir.
El chambelán se tomó la libertad de interrumpir el almuerzo.
—Majestad, el canciller Henat desea veros urgentemente.
—¡Trabajo y más trabajo!
Tanit sonrió.
—Id, querido. El deber os llama.
A regañadientes, el monarca recibió al jefe de los servicios secretos.
—¡Excelentes noticias, majestad! Acabamos de recibir una larga carta firmada por el emperador de los persas, Cambises. He utilizado los servicios de tres traductores para que no se escapara matiz alguno. ¡Nuestra estrategia ha sido un éxito total y absoluto! El emperador se declara impresionado por nuestra potencia militar y se presenta como un hombre de paz, deseoso de desarrollar las relaciones diplomáticas y comerciales entre nuestros dos países.
—Hablando claro, renuncia a atacarme.
—¡Eso es! Sin embargo, recomiendo que no bajemos la guardia y prosigamos con nuestros esfuerzos militares. Un persa siempre es un persa y sueña con conquistas. Al primer signo de debilidad, Cambises podría cambiar de actitud.
—Tranquilízate, no tengo intención de reducir el presupuesto militar. Un aumento de los impuestos garantizará el desarrollo de nuestro ejército.
El rey había escuchado atentamente a Menk, antes de agradecerle su intervención. Como fiel servidor del Estado, facilitaba al monarca una información importante. Hacía un excelente trabajo como organizador de las numerosas fiestas de Sais, y pronto merecería otras responsabilidades.
De modo que éste acudió, alegre, a la convocatoria del director del palacio. Henat le atribuiría nuevas funciones, más prestigiosas aún.
La actitud y la mirada del poderoso personaje, sin embargo, lo incomodaron. ¡Daba la impresión de ser un peligroso delincuente!
—Su majestad me ha transmitido a tenor de vuestras declaraciones —dijo el jefe de los servicios secretos con voz apagada.
—Sólo he cumplido con mi deber.
—Hacer correr rumores y noticias falsas me parece un delito. A Menk se le heló la sangre en las venas.
—¡No… no comprendo!
—Habéis sido manipulado. Y quiero conocer el nombre del manipulador.
—¡Era un simple rumor anónimo! Yo creía que…
—No me toméis por imbécil, Menk. Sin duda pensabais servir al rey, pero os habéis visto envuelto en una maquinación que podría costaras muy cara. ¿Cómo se llama vuestro informador?
Menk se hundía. ¿Cómo resistir frente a aquel implacable depredador? ¡Evidentemente, Nitis también había sido manipulada! Pero si acusaba al sumo sacerdote, agravaría el caso de aquel hombre íntegro. Sólo quedaba una solución.
—El escriba Kel.
Henat se envaró.
—¿Dónde lo habéis visto?
—Me aguardaba cerca de mi villa. Llevaba un cuchillo y me amenazó. Me vi obligado a escucharlo, y me pareció convincente. Dice que es inocente y, al parecer, es el juguete de unos traficantes de armas. Kel me suplicó que avisara a su majestad.
Durante el largo silencio del jefe de los servicios secretos, la espalda de Menk se empapó de sudor.
—No hay tráfico de armas alguno —reveló Henat—. Las entregas confidenciales que llegan a Náucratis están destinadas a nuestros mercenarios, cuyo equipamiento disuadirá a cualquier agresor. Ese escriba asesino os mintió. Dirige una pandilla de conspiradores y criminales, decididos a derribar el trono de Faraón. Ahora ya sabéis muchas cosas, Menk. ¿Seréis capaz de sujetar vuestra lengua?
—¡Os lo juro!
—¿Sabéis dónde se oculta Kel?
—¡Lo ignoro!
—Habéis cometido un grave error concediéndole vuestra confianza, y habrá que repararlo.
Menk se sintió al borde del desmayo.
—El sumo sacerdote Wahibre cometió la misma falta —precisó el jefe de los servicios secretos—, y perdió la estima de su majestad. No me atrevo a imaginar que, de un modo u otro, siga ayudando a un asesino huido. Sin embargo, será mejor asegurarse de ello. ¿No creéis?
—¡Sí, sí, claro!
—En ese caso, y puesto que vos acudís con bastante frecuencia al templo, os convertiréis en mis ojos y mis oídos. Indicadme de inmediato el menor incidente o la menor palabra referente a Kel, y denunciad a sus eventuales cómplices.
—La tarea es delicada y…
—La cumpliréis a la perfección. Así olvidaré vuestro paso en falso.