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Gracias a una embarcación rápida, Kel recorrió en menos de cuatro días la distancia que separaba Náucratis de la mayor ciudad de Egipto, la antigua Menfis. Aunque no fuera oficialmente la capital, seguía siendo el centro económico del país, en la confluencia del Delta y el valle del Nilo.

El escriba pagó el precio del viaje redactando, para el capitán y su segundo, algunas cartas destinadas a la administración. Para que se vieran satisfechos, era preciso utilizar las fórmulas adecuadas y probar a los funcionarios que no se ignoraban las leyes. Temerosos, no querían correr el riesgo de ser sancionados y satisfacían a los demandantes refugiándose tras los textos en vigor.

El barco atracó en el puerto de Buen Viaje, junto a unos almacenes de impresionante longitud. Menfis, la cosmopolita, recibía diariamente gran cantidad de mercancías, procedentes tanto del sur como del norte.

Kel, anónimo entre la multitud, preguntó su camino a un anciano, entretenido observando aquel espectáculo constantemente renovado. Encontró, pues, fácilmente el grandioso templo de Ptah, el dios del Verbo y de la creación artesana, cerca de la ciudadela de blancos muros levantada por Zoser, cuyo genial arquitecto, Imhotep, había erigido la pirámide escalonada de Saqqara.

Una avenida de esfinges llevaba hasta el colosal pilono de entrada, adornado por mástiles con oriflamas que proclamaban la presencia divina.

Kel siguió a un sacerdote puro que se presentó ante una puerta lateral, donde los vigilantes anotaron su nombre en el registro de presencia.

—He aquí mi acreditación —dijo el escriba presentando la carta firmada por el sumo sacerdote de Sais—. Deseo ver a un filósofo griego, Pitágoras, recién llegado.

Un encargado de la seguridad examinó el documento.

—Puedes entrar. Voy a informarme.

El vasto patio acogía procesiones y notables durante las fiestas. En compañía de otros visitantes, Kel esperó al abrigo de una columnata.

Los ruidos del mundo exterior no cruzaban los espesos muros del recinto. Un ritualista, que llevaba una bandeja cargada de fruta fresca, atravesó el patio en dirección al templo cubierto.

El vigilante regresó entonces, acompañado por un hombre de talla mediana y rostro altivo.

—Yo soy Pitágoras. ¿Quién pide por mí?

—Wahibre me ha encargado que os entregue un documento confidencial. Debo comentároslo también, al abrigo de oídos indiscretos.

Pitágoras contuvo un gesto de extrañeza.

—Vayamos al alojamiento que me ha atribuido el clero de Ptah. Allí podremos hablar con toda tranquilidad.

Pitágoras disponía de una habitación austera, un pequeño gabinete de trabajo y un cuarto de baño.

—Aquí he aprendido a venerar a los antepasados y a respetar a Maat —reveló a su huésped—. La tradición iniciática no pertenece al pasado. Al contrario, sólo ella es portadora de un porvenir armonioso. En Sais, aprecié mucho las enseñanzas del sumo sacerdote Wahibre y la práctica de los ritos a los que me dio acceso Nitis, la Superiora de las tejedoras.

—Neit tejió el Verbo —recordó Kel—, y sus siete palabras crearon el mundo.

Pitágoras contempló al mensajero con otros ojos.

—¡Así pues, estáis iniciado en sus misterios!

—Nitis y el sumo sacerdote me conceden su confianza. Éste es el documento que me han encargado que os muestre.

Kel desenrolló el papiro codificado.

Pitágoras lo examinó con atención y pareció consternado.

—Mi práctica de los jeroglíficos no me permite leer este texto —deploró—. Reconozco los signos, pero juraría que no forman palabras.

—Así es, y no conseguimos descifrar el código. Esperaba aprovecharme de vuestros conocimientos. ¿No será la clave un dialecto griego?

—Intentémoslo…

—Este papiro procede del despacho de los intérpretes, uno de cuyos escribas era yo —reveló Kel—. Me acusan en falso de haberlos asesinado, cuando se trata de una conspiración contra Amasis. Ignoro el nombre del culpable, probablemente uno de los principales personajes del Estado que, tras haber robado el casco del faraón, se tocará con él para proclamarse rey de Egipto. Por desgracia, el monarca se niega a escucharme porque el juez encargado de la investigación tiene en su poder un expediente lleno de abrumadoras pruebas contra mí, todas ellas falsas.

Pitágoras pareció escéptico.

—¿Por qué voy a creeros?

—Os he dicho la verdad, y añado que he descubierto que los griegos de Náucratis quieren desbaratar la economía del país introduciendo la esclavitud y la moneda. Ignoro si esos hechos están vinculados al asesinato de mis colegas, pero temo un desastre. Por haberme ayudado presentándome a la reina, el sumo sacerdote Wahibre está hoy bajo arresto domiciliario. Y este documento indescifrable es la única prueba de mi inocencia, pues sin duda contiene el plan de los conjurados.

—De modo que Egipto está en peligro —murmuró Pitágoras, mirando fijamente a su interlocutor.

—Hay alguien que no vacila en suprimir a los molestos —señaló Kel—. Tanta violencia implica una voluntad feroz y una crueldad sin límites.

—¿Qué esperáis de mí?

—El faraón os aprecia y os escucha. Sólo vos estáis en condiciones de lograr que tome conciencia del peligro. No importa mi propio destino. Es preciso recomenzar la investigación sobre nuevas bases e identificar al monstruo agazapado en las tinieblas.

—Conversamos durante largo rato —admitió Pitágoras—. Amasis desea preservar una paz duradera y toma las disposiciones necesarias para evitar cualquier conflicto. Por mi parte, he decidido adaptar las enseñanzas egipcias a la mentalidad griega y fundar una escuela de pensamiento que nos aleje de un racionalismo destructor y nos aproxime al misterio de la vida. Tras esta breve estancia en Menfis, saludaré al faraón en Sais y, luego, regresaré a Grecia.

—¿Aceptáis transmitirle mis palabras e intentar convencerlo de cuál es la verdad?

—No os prometo conseguirlo.

—Tenéis de antemano toda mi gratitud. Tal vez vuestra intervención salve a Egipto de una suerte funesta.

—Tened cuidado, sin embargo, a la espera del resultado de mi gestión. No hay peor crimen que el asesinato de un inocente. ¿Y si pasáramos la noche descifrando el papiro?

Ambos hombres rivalizaron en virtuosismo, aplicando múltiples plantillas de lectura a partir de los dialectos griegos.

A pesar del fracaso, Kel no perdió la esperanza. Amasis prestaría oídos a las palabras de Pitágoras.