El corto viaje se había efectuado sin incidentes. Los policías presentes en el embarcadero de Sais habían detenido a un hombre que se parecía a Kel y, mientras lo interrogaban, el escriba había subido a bordo de la embarcación que zarpaba hacia Náucratis.
A su llegada vio un nuevo control.
Un soldado consultaba el retrato de Kel, que conversaba en griego con un vendedor de túnicas coloreadas, muy apreciadas por los mercenarios, al que compró una ancha túnica.
Las fuerzas del orden no los molestaron y ambos hombres almorzaron en un ruidoso albergue donde se hacían negocios.
Luego Kel acudió al templo de Apolo, situado entre el de los Dioscuros[29] y el de Hera, al norte de la ciudad.
En la explanada situada frente al edificio había unos sacerdotes que discutían.
—Perdonad que os interrumpa —se excusó Kel—. Busco a un filósofo llamado Pitágoras para entregarle una carta.
—Lo vimos ayer —indicó un ritualista—. No piensa volver por aquí.
—¿Dónde podría encontrarlo?
—Vive en casa de la dama Zeké, la mujer más rica de Náucratis y nuestra principal bienhechora.
El ritualista proporcionó a Kel las informaciones necesarias para llegar a la morada de Zeké. El escriba había esperado encontrarse con Pitágoras lejos de la casa de la griega, pero debía rendirse a la evidencia: tendría que cruzar la puerta de la suntuosa residencia, a riesgo de ser reconocido y detenido.
Muchos mercenarios recorrían las calles y se volvían al paso de las mujeres libres, con los cabellos descubiertos. Los recién llegados de Grecia se asombraban ante tanto impudor y tanta independencia. Escandalizados, habrían preferido ver a aquellas hembras enclaustradas y dispuestas, siempre, a satisfacer sus deseos. Gracias a una presencia griega cada vez mayor, en Náucratis y en las demás ciudades del Delta esperaban devolver las costumbres a la normalidad.
Kel se presentó al portero de la dama Zeké, un hombre achaparrado de frente baja y mirada dura. Si lo reconocía, el escriba huiría a todo correr.
—Vengo de Sais —declaró—. El sumo sacerdote del templo de Neit me ha ordenado que entregara una carta en mano a Pitágoras.
—Aguarda aquí.
La primera etapa estaba superada.
La segunda tal vez fuera fácil: Kel pediría a Pitágoras que dieran juntos un paseo para hablarle de modo confidencial.
La tercera, en cambio, se anunciaba ardua: convencer al filósofo de su inocencia y rogarle que interviniera ante el faraón Amasis.
El portero regresó.
—Entra. Un mayordomo te acompañará a la sala de recepción. Pitágoras se reunirá allí contigo. Kel ya no podía echarse atrás.
—Sígueme —le ordenó el mayordomo, tan desagradable como el portero.
Tampoco él lo reconoció.
—Siéntate y espera.
Incómodo, Kel fue de un lado a otro. La lujuriante decoración pintada, que evocaba paisajes de Grecia, no conseguía distraerlo.
Transcurrieron interminables minutos, hasta que por fin la puerta de la sala de recepción se abrió. Y apareció la dama Zeké.
Nunca la había visto tan hermosa. Una diadema de oro adornaba su pelo negro y brillante, llevaba un collar de cuentas de tres vueltas, brazaletes de plata, una túnica roja muy escotada, y un perfume embriagador, a base de jazmín.
—Sabía que volverías —murmuró.
—Traigo un mensaje para Pitágoras.
—Ha salido de Náucratis esta mañana.
—¿Adonde ha ido?
—Al templo de Ptah, en Menfis. Orden del rey.
—Dejadme partir. Debo hablar con él.
—Olvídalo, Kel. Ahora me perteneces.
—¡Vos asesinasteis a Demos e intentasteis hacerme desaparecer!
—Puesto que el destino te salvó y te ha devuelto a mi casa, vas a casarte conmigo.
—¡Ni soñarlo!
—¿Prefieres morir, entonces?
—No os amo, Zeké, y soy incapaz de mostrarme hipócrita. La tristeza llenó la mirada de la mujer de negocios.
—La belleza y el encanto de mi rival superan lo imaginable, ¿no es cierto? Ni las peores amenazas quebrarían tu fidelidad.
—En efecto.
—Por primera vez en toda mi vida, Kel, me obligas a renunciar a mi deseo. Al humillarme, deberías haber provocado mi furor. Sin embargo, siento admiración. Posees una pureza y una rectitud que creía ilusorias. Acepto respetarte y devolverte la libertad, pero escúchame bien, pues no volveremos a vernos. No estoy en absoluto mezclada en el asunto de Estado cuyo meollo pareces ser tú. Espero modificar la economía de este país introduciendo en él la esclavitud y la circulación de moneda, pero sólo en beneficio propio. La riqueza me fascina y, hasta mi último aliento, no dejaré de incrementar mi fortuna.
—¿No tenéis cómplices en palacio?
—No tengo necesidad alguna de ellos. Mi reino está aquí, en Náucratis. He comprado a los altos funcionarios, los militares e, incluso, a los sacerdotes. Todos comen de mi mano para disfrutar de un pastel que no deja de crecer. Mis innovaciones conquistarán naturalmente las mentalidades, más allá de las fronteras de esta ciudad. Nosotros, los griegos, lo llamamos progreso. Vosotros, los egipcios, vueltos hacia los dioses y el pasado, sois incapaces de entenderlo.
—¿Y el casco de Amasis?
—Me diste una buena lección. Por culpa de esa historia, soñé con el poder político. ¡Menudo error! Sólo cuenta el poder de la economía. Ésta barrerá todos los regímenes y hará inclinar la cabeza a emperadores, reyes y príncipes. Los abandono a sus ilusorios juegos y me ocupo del comercio y de los negocios.
—¿Ignoráis, pues, el nombre del ladrón del casco, el futuro usurpador?
—Lo ignoro todo sobre esta conspiración y los crímenes de los que te acusan, y no quiero saber nada de ello. Sal de Náucratis, Kel, y no vuelvas a cruzarte en mi camino. De lo contrario, me sentiría agredida y no te respetaría.