Aguantar la cólera del jefe de los servicios secretos no era fácil. El responsable de la frustrada operación tenía un aspecto lamentable.
—Mis hombres han sido severamente apaleados —reconoció.
—¡Cinco policías expertos contra un solo hombre! —exclamó Henat—. ¿Te estás burlando de mí?
—Kel no estaba solo. Según los informes, más bien confusos, lo protegían varios cómplices.
—¿Cuántos?
—Dos, tres o cuatro. Tipos especialmente vengativos y expertos en el arte de la lucha.
—¿Y ellos no han recibido ni un arañazo?
—Tal vez haya un herido leve.
—Y todos han conseguido huir, aunque nuestra emboscada hubiera sido cuidadosamente preparada.
—No esperábamos semejante resistencia. Además, según vuestras directrices, debíamos dejar que el asesino entrara en el taller y detenerlo luego sin mayores dificultades. Él y su pandilla nos han atacado con inaudita violencia, ¡cómo si supieran de antemano que íbamos a estar allí!
Henat hizo una mueca.
¿Cómo había podido avisar a Kel el policía Nedi? Detenido a causa de sus anormales investigaciones, lo habían sometido a un exhaustivo interrogatorio y, por temor a sufrir, se había decidido a revelar el lugar de la misteriosa cita referente al asunto Kel, antes de sucumbir a una crisis cardíaca.
El pequeño escriba estaba resultando un hueso duro de roer. Disponía de una verdadera organización que le permitía ocultarse y escapar a las fuerzas del orden.
Sin embargo, el jefe de los servicios secretos, paciente y metódico, no toleraba su momentánea derrota. Debía aprender de sus fracasos y dejar que el fugitivo pensara que podía escapar. Si se confiaba, Kel cometería un error fatal.
—No deberías haber venido —dijo el sumo sacerdote Wahibre a Pefy, el ministro de Finanzas.
—¡Quería oír la verdad de tu boca! ¿Realmente estás bajo arresto domiciliario?
—El rey me prohíbe salir del recinto del templo, so pena de ser encarcelado.
—¿Qué falta has cometido?
—Presenté al escriba Kel a la reina para que ella defendiese su causa ante Amasis.
—¿Pero es que te has vuelto loco, tú, el sumo sacerdote de la diosa Neit?
—El joven es inocente.
—¿Tienes pruebas irrefutables de ello?
—Me parece un muchacho sincero.
—¡Esto es una pesadilla! ¡Un dignatario de tu edad, con tu experiencia, mostrándose tan crédulo!
—¿Y si mi edad y mi experiencia me ayudasen a percibir la verdad?
El argumento turbó por unos instantes al ministro.
—Gem es un juez ponderado y escrupuloso. Y afirma que posee un expediente abrumador.
—¿Acaso el primer gesto del verdadero asesino no consiste en engañar al magistrado instructor?
Pefy masculló.
—Y, al margen de tu intuición, ¿tienes algo tangible?
—En Náucratis, Kel hizo algunos descubrimientos turbadores que nadie quiere tener en cuenta. Contrariamente a tu tranquilizadora certeza, los comerciantes y los financieros griegos no tienen intención de limitar sus actividades únicamente a esa ciudad.
El ministro frunció el ceño.
—Sé más concreto.
—Quieren implantar la esclavitud en Egipto e imponer su sistema monetario, poniendo en circulación monedas de metal por todo el país.
—¡De eso, ni hablar!
—El tráfico de monedas ha comenzado ya, y el palacio real no parece preocuparse. ¿Acaso se inclina ante una evolución considerada ineluctable?
—Y tú, el principal responsable de las finanzas públicas, no pareces informado de ello.
Pefy guardó un largo silencio.
—No veo relación alguna con el asesinato de los intérpretes.
—Creo que alguien está vendiendo nuestro país.
—¡Estás perdiendo la cabeza, Wahibre! No cometas imprudencias y mantente definitivamente al margen de este asunto. Yo me voy a Abydos, para verificar si el mantenimiento del templo se ha efectuado correctamente.
—O sea, que no intervendrás ante el rey.
—Sería inútil. Sólo se escucha a sí mismo y a Pitágoras, un filósofo griego que lo tiene fascinado. Te lo ruego, amigo mío: olvida esos horribles asesinatos, deja que pase la tormenta y el poder perdonará tu paso en falso.
A pesar de que seguían intentándolo, ni Kel ni Nitis lograban descifrar el papiro codificado. Y no sabían dónde encontrar a los antepasados capaces de procurarles una ayuda decisiva.
Satisfecho de la calidad del vino y de un alimento sin embargo frugal, Bebón repetía el texto de los misterios de Horus durante los que el dios con cabeza de halcón, inspirado por su madre Isis, arponeaba al hipopótamo de Set y reducía el mal a la impotencia.
—¡Qué tu magia divina nos proteja! —imploró el cómico.
La llegada de Nitis le dio esperanzas. La mera presencia de la sacerdotisa disipaba su angustia.
—Según el sumo sacerdote —afirmó ella—, un solo hombre podría hablar largo y tendido con el rey y abogar en favor de Kel.
—¿Cómo se llama ese salvador? —preguntó Bebón.
—Pitágoras, un pensador griego que ha venido a Egipto en busca de la sabiduría. Ha frecuentado numerosos templos y nosotros lo acogimos, aquí mismo, confiándole tareas rituales que llevó a cabo con todo rigor. Actualmente se encuentra en Náucratis, en casa de la dama Zeké.
—Los servidores de Zeké proporcionaron al juez Gem falsos testimonios que me acusan de haber degollado a Demos —recordó Kel—. Sin embargo, debo ver a Pitágoras y convencerlo de mi inocencia. Salgo de inmediato hacia Náucratis.
—Te acompañaré —decidió Bebón.
—Ni hablar —decretó Nitis—. Aún no estáis curado, y la policía busca a un hombre con la nariz rota.
—La Superiora tiene razón —decidió Kel—. Tranquilízate, conozco bien Náucratis y sabré pasar desapercibido.
—Este documento que os entrego os faculta para consultar a Pitágoras de parte del sumo sacerdote de Neit y para rogarle que le responda en lo referente a su visión de los planetas. Así pues, os presentaréis como un griego de Samos.
—Pitágoras, Zeké… —murmuró Bebón, inquieto—. ¿Y si estuvieran conchabados? ¿Y si se tratara de una nueva emboscada? Kel sale de su refugio y cae en las fauces, abiertas de par en par, del cocodrilo. ¿Por qué propone esta estrategia el sumo sacerdote?
—Porque ha recibido una confidencia de su amigo Pefy, el ministro de Finanzas.
—Un dignatario de primer orden, mezclado tal vez en la conspiración…
—Es un riesgo que debemos correr —afirmó Kel—. No permaneceré de brazos cruzados.
«Tampoco yo», pensó Bebón.