Amasis vació una copa de vino nuevo, algo ácido; luego rompió a reír, pensando en el modo en que había tratado a los sacerdotes, crédulos o hipócritas, que concedían total confianza a los oráculos.
Antes de ser rey, el general Amasis disfrutaba sin contenerse de los placeres de la vida, ganándose con ello la cólera de los moralistas. Deseosos de arruinar su reputación y destituirlo de sus funciones, lo habían acusado de robo. Y ante sus virulentas negativas y dada la ausencia de pruebas, había una única solución: consultar al oráculo.
Amasis se había presentado, pues, ante varias estatuas divinas, en distintos santuarios. Su cabeza se inclinaba, unas veces para condenarlo y otras para absolverlo. Y puesto que la duda beneficiaba al acusado, Amasis había sido absuelto.
Rey ya, se había divertido convocando a los sacerdotes y anunciándoles su decisión: enriquecería los santuarios que albergaban los oráculos decididos a condenarlo y empobrecería a los resueltos a absolverlo, puesto que los primeros decían la verdad y los segundos mentían. Los verdaderos dioses conocían su latrocinio y merecían ser honrados; los falsos sufrirían su desprecio.
Amasis aún saboreaba aquella jugada. Pero ningún oráculo lo importunaba ya, y dirigía con mano de hierro prescindiendo de los devotos. El porvenir era un pensador como Pitágoras, capaz de recoger lo esencial de la antigua sabiduría egipcia y alimentarla con filosofía griega. Otros filósofos acudirían a Sais y moldearían el mundo futuro.
Lejos del Delta, la Divina Adoratriz seguía preservando las antiguas tradiciones. Su dominio, Tebas, la ciudad sagrada del dios Amón, desempeñaba sólo un papel secundario, desprovisto de importancia económica. La anciana dama celebraba ritos que la asimilaban a un faraón, aunque afortunadamente estaba privada de poder real. Consagrándose al servicio de las divinidades y rechazando el matrimonio y los placeres, no tenía ambiciones políticas. De modo que Amasis dejaba que aquella institución antañona, tan alejada de la realidad, subsistiera.
El faraón, gran reformador de los sistemas jurídico y fiscal, chantre de una economía dinámica, creador de una potencia militar disuasoria y aliado de la mayoría de los reinos griegos, abría en Egipto el camino de una sociedad nueva. Los progresos se realizaban allí, en el norte, junto al Mediterráneo. Antes o después, sacudirían la letargia del sur.
—¿Qué tal ha ido el consejo de ministros? —preguntó la reina.
—¡Tanit! Qué soberbio vestido… Las tejedoras de Sais se han superado.
—De acuerdo con vuestras instrucciones, éste es el primer vestido profano que ha salido de los talleres del templo.
—Yo tenía toda la razón, entonces. ¿Por qué limitar su talento sólo a los rituales?
—Corre el rumor de que los dioses están enojados —reveló la soberana.
Amasis soltó una carcajada.
—¡Los sacerdotes los hacen hablar para defender sus intereses! Creedme, aún no he terminado de atacar sus privilegios.
—Acabo de hablar con el sumo sacerdote de la diosa Neit.
—¿Wahibre?
—En persona; ha venido acompañado por un extraño visitante, el escriba Kel.
El monarca dio un respingo.
—Kel… ¿Del servicio de los intérpretes? ¿El asesino huido?
—Eso es.
Amasis se dejó caer sobre unos almohadones.
—La cabeza me da vueltas… ¿Estáis burlándoos de mí?
—Ese escriba proclama su inocencia. Según él, los conspiradores intentan apoderarse de vuestro trono. Un usurpador, ayudado por una tal dama Zeké, una mujer de negocios de Náucratis que desea introducir la moneda en Egipto, se pondrá muy pronto vuestro casco. Los intérpretes, tras haber descubierto unos documentos comprometedores, fueron suprimidos. Y ese tal Kel sería el culpable ideal.
—¿Qué pruebas hay de todo ello?
—Su buena fe y un papiro cifrado que considera decisivo.
—¿Cuál es su contenido?
—No ha conseguido descifrarlo.
Amasis estalló, furioso.
—¡Y no habéis llamado a la guardia!
—El joven me ha parecido sincero. Y el aval del sumo sacerdote.
—¡Wahibre ha perdido la cabeza! Ignoráis la última hazaña de vuestro «inocente»: tras haber cometido dos nuevos crímenes en Náucratis, uno de ellos en presencia de testigos, tomó como rehén al juez Gem.
La reina palideció.
—¿Salió indemne?
—Por fortuna, Kel y su cómplice lo soltaron.
—Esa dama Zeké.
—El asesino la engañó. Y fueron precisamente los criados de la griega, honorablemente conocida en Náucratis, los que vieron a Kel degollando a su colega Demos, huido también. Nos hallamos ante un monstruo de la peor especie, y he dado autorización al juez para terminar con él si, durante su arresto, amenaza alguna vida.
—¡No… no lo comprendo! No me ha parecido criminal ni inhumano, y…
—Vuestro corazón es demasiado blando, querida esposa. Y el tal Kel parece poseer una gran capacidad de seducción.
—Conocía el robo del casco, y esa conspiración.
—¡El criminal está forzosamente mezclado en ella! Al obtener vuestro apoyo, esperaba una entrevista durante la que me habría degollado.
Tanit, temblorosa, abrazó a su esposo.
—¡De modo que yo habría sido la causa de vuestra desgracia!
—Tranquilizaos, el peligro ha pasado. ¿Sabéis dónde se oculta Kel?
—Lo ignoro. El sumo sacerdote me ha pedido autorización para mantenerlo bajo su protección.
—Wahibre… ¿Ingenuo o cómplice?
—¡Siempre os ha sido fiel!
—Hoy os ha traído a un asesino que intenta manipularos. ¡Sorprendente modo de servir a su rey!
—El sumo sacerdote mezclado en una conspiración contra vos… No puedo creerlo.
—Vuestro corazón es demasiado blando, os lo repito. Cuando se trata del poder, los hombres son capaces de lo peor.
—Hay que encontrar el casco y castigar a los culpables —exigió Tanit.
—Se han equivocado al atacarme a mí y a uno de los servicios del Estado —afirmó Amasis—, y lo pagarán muy caro.