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Lo siento mucho —le dijo Pitágoras a Nitis—, pero el rey me ordena dirigirme a Náucratis y hablar con los sacerdotes de Apolo y de Afrodita para que se beneficien de las enseñanzas que he recibido en los templos egipcios. Amasis desea profundos contactos entre las formas de pensamiento y me encarga esta delicada misión antes de que regrese a Grecia. Yo habría preferido, sin embargo, escuchar largo tiempo la voz de la diosa Neit, cuyas palabras me han deslumbrado. Ella, Padre de los padres y Madre de las madres, Varón que hizo la mujer, Mujer que hizo el varón, la misteriosa creadora de los seres, la soberana de las estrellas divinas, permanece eternamente oculta para los profanos, y ningún mortal levantará su velo.

Nitis habría confiado de buena gana en Pitágoras, preguntándole si podía ayudarlo a descifrar el papiro codificado. ¿No adoptaría él, un griego, un razonamiento específico? Sin embargo, la sacerdotisa guardó silencio. Amigo y protegido del rey Amasis, ¿no era Pitágoras más un adversario que un aliado?

—Espero que volvamos a vernos, Nitis. La estancia en Sais ha sido una de las etapas fundamentales de mi viaje.

—Este templo permanece abierto para vos.

—Os doy las gracias. Hasta pronto, si la gran diosa lo quiere.

La Superiora de las cantantes y las tejedoras se reunió con el sumo sacerdote en el lindero del santuario. Wahibre parecía abatido, y daba la impresión de haber envejecido súbitamente.

—La entrevista ha sido un desastre —reveló—. Unos policías acompañaban al juez Gem y han intentado detener a Kel.

Nitis sintió su corazón en un puño.

—¿Ha resultado herido?

—No, ha escapado gracias a la intervención de su amigo Bebón, que ha tomado al juez como rehén antes de huir a su vez. ¡Es fácil imaginar la cólera de Gem! Ahora los arqueros recibirán órdenes de disparar en cuanto lo vean.

—¡El juez os ha traicionado!

—No desde su punto de vista. Sólo cree en los expedientes, por lo que me ha hecho un favor al intentar detener vivo a Kel. Cumplamos con nuestras obligaciones rituales, Nitis. Ya no podemos hacer nada más.

La muchacha acudió a la capilla, que albergaba una vaca de madera de tamaño natural, encarnación de la diosa Neit, «la Gran Nadadora». Con esa forma, había recorrido el océano primordial, en el alba de los tiempos, y formado el universo donde nacían y se regeneraban las almas-estrellas.

A un lado y a otro había lámparas encendidas e incensarios. A excepción del cuello y de la cabeza, dorados, un velo púrpura recubría la vaca, que llevaba entre sus cuernos el disco solar.

Nitis le ofreció los siete óleos santos y derramó luego agua sobre la mesa de ofrendas, provista de pan fresco, cebollas e higos. Diariamente se renovaban los alimentos, cuyo Ka, la potencia vital, absorbía la diosa.

—Nitis… ¡Estoy aquí!

¡Era la voz de Kel!

Incorporándose, salió de la penumbra.

—No he encontrado un escondite mejor.

—Venid, vayamos a ver al sumo sacerdote.

—¿No voy a ponerlo en peligro?

—Él decidirá. ¿Y Bebón?

—Se aloja cerca del mercado, con unos mercaderes. El juez Gem no ha podido identificarlo. Antes de reunirme con él y desaparecer, quería volver a veros.

—Sois libre y estáis indemne; por favor, no nos rindamos aún.

—Si supierais…

—Apresurémonos, los ritualistas traerán las ofrendas en breve.

El sumo sacerdote dispensó una excelente acogida al joven y lo abrazó como si de su propio hijo se tratara.

—¡Perdóname por haberte arrastrado a esa emboscada! Al actuar así, el juez se ha desacreditado. Pero sigue siendo el investigador principal y sólo piensa en echarte el guante.

—No he tenido tiempo de hablar con él —deploró Kel.

—Necesitaríamos pruebas tan evidentes que incluso ese obcecado magistrado tuviera que rendirse a la evidencia.

—Obcecado o manipulado —sugirió Nitis—. Si el juez sirve a los conspiradores, su actitud es comprensible.

—¿Con quién podría hablar en la corte? —preguntó Kel—. Debería entrevistarme con una persona digna de confianza y lo bastante influyente como para avisar con seguridad al rey.

—La reina —señaló el sumo sacerdote—. Ella te escuchará.

Wahibre y su asistente, sobriamente vestidos y tocados con pelucas dignas del Imperio Antiguo, se presentaron en el acceso del palacio reservado a los dignatarios. Un mercenario griego comprobó que no llevaran armas y avisó a un mayordomo.

—El sumo sacerdote de Neit desea ver a su majestad la reina con urgencia —declaró Wahibre—. Esperaré el tiempo necesario.

Wahibre temía ver aparecer al jefe de los servicios secretos, Henat, o al canciller Udja, probablemente advertido de las últimas novedades en el caso Kel.

Por fortuna, la espera fue breve.

Pese a los estragos de la madurez, la reina Tanit seguía siendo una mujer seductora, perfectamente maquillada. Adornada con un collar de oro, pendientes de cornalina y brazaletes de plata, estaba sentada en un trono de ébano.

—¿Qué es eso tan urgente? —preguntó con voz pausada.

—Majestad, ¿habéis oído hablar del asesinato de los intérpretes?

—El criminal ha sido identificado, aunque no ha sido encontrado.

—Aquí está.

Kel hizo una reverencia, y Tanit dio un respingo.

—¿Bromeáis?

—El escriba Kel es inocente —prosiguió el sumo sacerdote—, y nadie quiere escucharlo. El juez Gem, encargado de la investigación, ya lo ha condenado. Con el fin de evitar un grave error judicial y buscar, por fin, la verdad, ¿aceptáis escuchar a este joven?

La reina se levantó y se mantuvo a cierta distancia de sus visitantes.

—Debería llamar a la guardia y hacer que detuviesen a este criminal.

—No soy culpable, majestad —afirmó Kel.

—Al parecer, las pruebas os señalan.

—Se urde una conspiración contra el faraón, y el jefe del servicio de los intérpretes la había descubierto. Suprimieron a mis colegas para obtener un silencio total y me designan como autor de los crímenes para engañar a la justicia.

La reina miró a Kel.

—Parecéis sincero. ¿Y la identidad de los conspiradores?

—La dama Zeké, una mujer de negocios de Náucratis, intenta introducir la moneda y modificar profundamente los circuitos económicos. Por fuerza obedece a algún alto dignatario que robó el legendario casco del rey y se tocará con él cuando llegue el momento, proclamándose así faraón. Tanit parecía impresionada.

—El robo del casco… ¿De modo que estáis informado de eso?

—Un documento que obra en mi poder contiene, probablemente, detalles esenciales. Pero no he conseguido descifrarlo. En nombre del rey, majestad, os juro que no he cometido crimen alguno.

La reina, pensativa, volvió a sentarse.

—¿Aceptáis poner en guardia al faraón y someterle el caso de este joven escriba? —preguntó el sumo sacerdote.

Tanit reflexionó largo rato.

—Acepto.

—¿Me permitís mantenerlo bajo mi protección y no enviarlo a prisión, por temor a un fatal desenlace?

—Os lo concedo.

Wahibre y Kel hicieron una reverencia. La esperanza renacía.