Mal afeitado, vestido con una raída túnica de comerciante y calzado con sandalias baratas, Kel no se parecía en absoluto a un distinguido escriba del despacho de los intérpretes.
Viento del Norte estaba feliz de volver a verlo y lo gratificó con un rebuzno de satisfacción. El joven acarició largo rato al rucio, mientras explicaba a Bebón que se disponía a entrevistarse con el juez Gem.
—¡Es una locura! —protestó el actor—. ¡Una emboscada, evidentemente! ¿Cómo puedes creer, ni por un segundo, que acudirá solo? Apenas haya comenzado la entrevista, un enjambre de policías caerá sobre ti.
—Es la única oportunidad que tengo de convencerlo de mi inocencia.
—¡Ni siquiera te escuchará!
—El sumo sacerdote me ha prometido lo contrario.
—¿Y si él participara de la conspiración?
—¡Imposible!
—Tú, acusado de un montón de crímenes, ¿no era también imposible eso? Wahibre quiere librarse de ti y mantener intacta su reputación. Así pues, te vende a la justicia. ¡Una justicia que ya te ha condenado!
—Invertiré la situación.
—¡Es una locura!
—¿No ganaste tú a los dados, recurriendo al azar?
—Yo, al menos, tenía una posibilidad de lograrlo. No te engañes, Kel. Si aceptas esa entrevista, te arrojas de cabeza a las fauces del chacal.
—Pues no hay otra solución. El juez Gem ha prometido que se entrevistaría conmigo en privado, en el lugar elegido por el sumo sacerdote, sin ninguna presencia policial, y que no procedería a mi arresto antes de haber escuchado mis argumentos y mis revelaciones. Lo impresionarán hasta el punto de hacerle cambiar de opinión. Y se verá obligado a abrir una investigación. Una vez establecida, la verdad me salvará.
Bebón parecía aterrado.
—¡Tu ingenuidad me asombra!
—Cuando el sol alcance lo más alto del firmamento, el juez Gem me aguardará en un taller de alfarería que depende del templo de Neit. A esa hora, los artesanos habrán ido a almorzar.
—No vayas, amigo.
—Ni hablar.
Bebón suspiró.
—Inspeccionaré el lugar —declaró entonces—. Si descubro algún policía, entonaré una canción obscena y, luego, llamaré a unos supuestos colegas, esperando que Viento del Norte me acompañe con su rebuzno. Si eso sucede, pon pies en polvorosa. Nos encontraremos en la salida norte de la ciudad.
—Si no oigo tu canción, veré al juez Gem.
Los artesanos almorzaban juntos, a la sombra de un sicómoro. Hablaban del último encargo del templo, de sus asuntos familiares y de la política del rey, cada vez más favorable a los griegos. Egipto, al menos, estaba bien defendido y allí se vivía con seguridad, al abrigo de las invasiones.
Bebón y Viento del Norte merodearon largo tiempo por el barrio. El actor recorrió cada calleja, sin olvidar levantar la cabeza para examinar los tejados y las terrazas. Acostumbrado a olisquear la eventual presencia de las fuerzas del orden, sin embargo, no observó nada anormal.
Entonces, asombrado, vio aparecer a un hombre de edad respetable, de rostro grave y andares autoritarios. El juez Gem cruzó solo el umbral del taller de los alfareros. Bebón multiplicó su atención. Los policías no debían de andar muy lejos.
Transcurrieron varios minutos y el lugar seguía tranquilo. Kel avanzó. Puesto que Bebón no había dado la alarma, no tenía nada que temer.
Y el joven escriba se encontró ante el juez Gem. Ambos hombres se miraron largo rato.
—Sin la insistencia del sumo sacerdote Wahibre, cuya probidad es de todos conocida, habría rechazado esta extravagante entrevista —declaró el magistrado con voz colérica.
—No soy un asesino —afirmó Kel—, sino la víctima de una maquinación.
—Oigo eso a menudo. Habéis engañado al sumo sacerdote, pero las hermosas declaraciones no me impresionan.
—¡Se trata de la verdad!
—Ya la conozco.
—¡Intentan engañaros!
—¿Quiénes? —preguntó el juez.
—No conozco el nombre del jefe de los conspiradores, pero sé que quieren destronar a Amasis y hacerse con el poder.
—Vuestros delirios no me interesan, muchacho. Matasteis a vuestros colegas intérpretes y huisteis. Un inocente se habría entregado a la policía.
—Las circunstancias me lo impidieron y…
—Vuestros instintos asesinos no se detuvieron en Sais —lo interrumpió Gem—. Fuisteis a Náucratis para suprimir a dos cómplices que podrían haberos denunciado.
—¡Soy inocente! —protestó Kel—. ¡Esos asesinatos forman parte de la maquinación!
—Un juez permanece insensible ante las negativas de los culpables y se pronuncia a partir de pruebas irrefutables. Pues bien, dispongo de testimonios debidamente registrados e incluidos en vuestro expediente. Unos criados os vieron degollar a vuestro colega Demos.
—¡Han mentido!
—Ante la implacable realidad de los hechos, vos sólo me proporcionáis una historia de conspiración sin darme la menor prueba ni citarme el nombre de un eventual culpable. Dejad de comportaros como un niño.
—Os juro que…
—¡No cometáis otra falta más! Inventar cualquier cosa para minimizar vuestra responsabilidad agrava el caso. Confesad vuestros crímenes y decidme su causa.
—No he matado a nadie, debéis buscar a los verdaderos asesinos. Los griegos.
—Abandonad ese sistema de defensa, ridículo e inútil, y seguidme hasta la cárcel. Tendréis derecho a un juicio como es debido.
—¡Juez Gem, habíais prometido escucharme!
—Las pruebas son abrumadoras, muchacho. Sólo acepté esta entrevista para convenceros de que os mostréis razonable. Bastantes víctimas ha habido ya, y no quiero arriesgar la vida de los policías. Si os entregáis, tal vez gocéis de una relativa indulgencia. Y os explicaréis a vuestra guisa.
—Os equivocáis, vos…
—Dejemos ya este jueguecito y salgamos de aquí. Con el rostro cubierto por un trozo de lino, Bebón irrumpió entonces en el taller.
—¡Llegan los policías, en masa! Kel miró al juez con asco.
—¡Habéis faltado a vuestra palabra!
—El tiempo de la conversación ha terminado. ¡Estás detenido, tú y tu cómplice!
Con el antebrazo derecho, Bebón sujetó al magistrado por el cuello.
—¡Toma la primera calleja a la derecha y corre hasta perder el aliento! —ordenó el actor a Kel.
—¿Y tú?
—Me reuniré contigo más tarde.
El escriba obedeció, y Bebón se enfrentó con los primeros policías.
—¡Retroceded o le rompo el cuello al juez!
Por el tono de su voz, comprendieron que el raptor no bromearía con su rehén.
—¡Desapareced! —aulló el actor, estrechando más a su presa.
Un oficial asintió y sus hombres se dispersaron de inmediato.
En cuanto estuvieron a una buena distancia, Bebón soltó al juez y huyó.
Ahora Gem ya no lo dudaba: el tal Kel era un asesino de la peor especie.