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Nitis comprobó que nadie los observaba y empujó la puerta, por lo común cerrada, que daba acceso a la reserva de papiro de la sala de los archivos del sumo sacerdote Wahibre. El local estaba oscuro y silencioso.

Kel entró y se detuvo. Si se trataba de una emboscada, era imposible huir. Pero Nitis no podía traicionarlo.

—¿Qué debes comunicarme? —interrogó la severa voz del sumo sacerdote.

—Los dos hombres capaces de reconocer mi inocencia han muerto. El Terco ha sido víctima de un accidente, entre los mercenarios de Náucratis, y degollaron a mi colega Demos, cuyo cadáver encontré en mi habitación. Naturalmente, me acusarán de ese crimen. Gracias a mi amigo Bebón, conseguí huir.

—Malas noticias —estimó el sumo sacerdote.

—Ahora lo veo más claro. Es cierto que no he encontrado el casco del rey Amasis; sin embargo, dispongo de elementos seguros. Una mujer de negocios griega, llamada Zeké, quiere trastornar la economía egipcia introduciendo la esclavitud y la circulación de monedas.

—Todo eso es contrario a la ley de Maat. El faraón se opondrá a semejantes medidas.

¿Acaso no las alienta discretamente? —preguntó Kel—. Es un gran admirador de la cultura griega. ¿Acaso no las considera un progreso que debe imponerse a las Dos Tierras?

La pregunta turbó al sumo sacerdote.

—En ese caso, la venganza de los dioses sería terrible.

—Sin duda, el servicio de los intérpretes interceptó documentos referentes a esa conspiración —supuso Kel—. Por eso debía ser eliminado. Y el papiro cifrado contiene importantes informaciones destinadas a los conjurados.

—¡Hipótesis, Kel, son sólo hipótesis!

—¡Estos nuevos asesinatos son hechos! Y la dama Zeké no oculta sus intenciones. Dicho de otro modo: tiene cómplices en el gobierno.

—No he conseguido descifrar el código —deploró Nitis—. Sólo un escriba de alto rango podría hacerlo.

—Es preciso interrogar al médico en jefe Horkheb —declaró Kel.

—Ha muerto —reveló el sumo sacerdote.

—¿Una muerte… natural?

—Lo ignoramos.

—¡Qué casualidad! Ahora, más que nunca, soy el culpable ideal. Nadie atestiguará mi inocencia, todas las pistas han sido cortadas.

—Escribí al patrón del servicio de los intérpretes —declaró la muchacha—, y su alma me respondió: «Los antepasados poseen el código».

—Menuda ayuda —deploró el sumo sacerdote—. En ausencia de más precisiones, es imposible utilizar esta indicación.

—¡Tal vez las obtengamos!

—¿Serán suficientes? —se preguntó Kel.

—Rindámonos a la evidencia —dijo Wahibre—. Sólo el juez Gem puede salvar a Kel. Debes entregarte y revelar lo que has descubierto. Gem es un hombre íntegro y ni siquiera el faraón está por encima de las leyes. Se llevará a cabo una investigación minuciosa y se descubrirá tu inocencia.

—No tengo confianza alguna en ese magistrado —protestó el joven escriba.

—Gem es el patrón de la justicia egipcia —recordó el sumo sacerdote—. Si traicionara la ley de Maat, nuestra civilización no tardaría en derrumbarse. Desde su punto de vista, en función de tu catastrófico expediente, pareces el peor de los criminales. Cuando te vea y te escuche, sin embargo, cambiará de opinión.

—¿No estáis enviándome a la muerte?

—Yo mismo anunciaré tu andadura al juez y le pediré garantías: nada de arresto antes de que te expliques. Si no me lo concede, esa entrevista no se celebrará. Tú sabrás convencerlo, estoy seguro.

Encerrado en la sala de los archivos del sumo sacerdote, Kel intentaba, una vez más, encontrar el código del papiro origen de su desgracia. ¿Estaban invertidos aquellos jeroglíficos?, ¿mezcladas las palabras, variaba el sentido de la lectura en función de una idea o de una agrupación de signos?

Pero todos sus intentos fracasaron. El texto se burlaba de él, era indescifrable.

Fatigado, al borde de la desesperación, el joven pensó en Nitis. Volver a verla le había procurado un instante de indescriptible felicidad. Y se sentía estúpido, incapaz de revelarle el ardor de sus sentimientos. De modo que eso era el amor, la certeza de que un ser tan diferente de uno mismo, tan lejano, tan inaccesible, se convertía en la principal razón para vivir.

La puerta se abrió y Nitis entró en la estancia a paso lento.

—Os traigo agua y una torta rellena de habas y queso.

Kel se levantó.

—¿Conseguirá negociar el sumo sacerdote?

—El juez lo escuchará. Y vos podréis defenderos por fin.

—Vuestro amigo Bebón ha salido del templo y se encuentra con su asno en un establo cercano a la entrada de los proveedores.

—Nitis…

—Debo ir de inmediato al taller de tejidos. Y la joven, inaprensible, escapó.

Kel no tenía medio alguno de retenerla. Ella era una sacerdotisa de Neit destinada a una excepcional carrera; él, un asesino huido. Sus vidas sólo podían cruzarse brevemente.

Kel degustó su sumaria comida e intentó emprenderla de nuevo con el papiro, pero el rostro de Nitis le impidió concentrarse.

Renunciar a ella le provocaba un dolor insoportable. Ver la felicidad y negarla de inmediato lo estaba torturando. Ahora bien, parecía imposible pedirle algo más que una ayuda momentánea. ¡Ya corría enormes riesgos!

Al caer la noche, ella regresó.

—¿Por qué no viene el sumo sacerdote? —se preocupó él.

—La negociación debe de ser ardua.

—¿Y si el juez lo detiene?

—Gem no actuará así. Quiere la verdad, y sólo vos podéis procurársela.

—Perdonadme, Nitis, por turbar la paz de vuestra existencia. Me siento en falta y…

—Sólo cuenta la ley de Maat —lo interrumpió ella—. No podría permanecer de brazos cruzados sabiéndoos injustamente acusado.

—Vuestra confianza me conmueve profundamente, y me gustaría tanto deciros.

La penumbra ocultaba los rasgos de la muchacha.

—Os escucho —murmuró.

Los pasos de Wahibre resonaron entonces en el enlosado.

—El juez Gem acepta encontrarse contigo —anunció—. Me concede un favor excepcional, aunque no va a repetirlo. Tendrás que mostrarte muy convincente, Kel.