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El antiguo rey de Libia, el rico Creso, ahora jefe de la diplomacia persa, se inclinó respetuosamente ante el faraón Amasis, vestido con una especie de cota de malla y tocado con un casco que se parecía al que le había hecho rey.

—Levántate, amigo mío, mi querido y gran amigo. ¡Qué gran satisfacción recibirte!

—Tu invitación me honra, Faraón. Y mi esposa Mitetis se siente feliz al regresar a su país.

—La reina y yo estamos encantados con tu presencia. Nos aguardan hermosas recepciones, pero antes debemos asistir al desfile militar que ha preparado Fanes de Halicarnaso, el general en jefe de mis cuerpos de ejército.

—Su reputación ha cruzado las fronteras de Egipto.

—La merece, ya lo verás.

Amasis y Creso se instalaron en un quiosco de madera ligera, al abrigo del sol.

En una vasta llanura, al norte de Sais, se desplegaron los infantes con casco, provistos de escudos, lanzas y espadas. Los mercenarios griegos, disciplinados, desfilaron de un modo impecable, al son de una música incitadora, capaz de enfebrecer a los más vacilantes.

Los sucedieron los jinetes, cuerpo de élite imbuido de su superioridad y que disponía de magníficos caballos, rápidos y nerviosos.

Acostumbrado, no obstante, a las hazañas de la caballería persa, Creso no pudo disimular su admiración.

—La energía de esos animales me asombra, y el dominio de tus soldados no tiene igual.

—Fanes es un jefe exigente —precisó Amasis—. Constantemente busca la excelencia y no tolera desobediencia alguna. A su señal, el ejército entero debe ponerse en marcha. ¡Y aún no has visto lo esencial!

Un carro tirado por dos caballos blancos fue a buscar al rey y a su huésped y los llevó hasta el canal militar, donde Creso descubrió una impresionante flotilla de barcos de guerra.

Su número, su tamaño, su armamento y la cantidad de hombres de la tripulación dejaron pasmado al embajador de Persia.

—No imaginaba semejante poderío —reconoció.

—El dominio del mar garantiza la seguridad de Egipto —afirmó Amasis. Gracias a los constantes esfuerzos de Udja, responsable del desarrollo de mi marina, nuestros astilleros no dejan de producir navíos sólidos y rápidos a la vez.

—¿Puedo subir a bordo de la nave almirante? —preguntó Creso.

—¡Por supuesto!

Uno junto al otro, el general Fanes de Halicarnaso y el jefe de la marina de guerra, Udja, recibieron al ilustre visitante y le proporcionaron todos los detalles del notable equipamiento del que gozaba la flota del faraón. Creso palpó los cabos y las velas, advirtió la calidad de los mástiles y comprobó la importancia de los dispositivos de combate.

—Impresionante —reconoció—. ¿Son parecidas todas las unidades?

—Estamos muy orgullosos de ellas —declaró Udja—. ¿Os gustaría participar en una maniobra? Creso asintió.

En la proa de la nave almirante, el enviado del emperador de Persia observó la técnica de los marinos de Amasis.

—El Mediterráneo te pertenece —le dijo al faraón.

—¡No es ésa mi intención! Estas fuerzas sólo tienen un papel defensivo. Egipto no agredirá a nadie, pero sabrá defenderse de cualquier depredador.

—Conociendo tu poder de disuasión, ¿quién se atrevería a atacar la tierra de los faraones?

Creso, pensativo, disfrutó del suave Viento del Norte y la paz del poniente. La ternura de los palmerales, el plateado canal y el cielo anaranjado lo hechizaron hasta el punto de hacerle olvidar el carácter guerrero de aquella demostración.

El banquete ofrecido por el rey y la reina de Egipto quedaría grabado en la memoria de todo el mundo. El millar de invitados apreció la variedad de los manjares, la excelencia de los vinos y la diligencia de los servidores, atentos al menor deseo de cualquiera de los presentes.

A la izquierda de la pareja real se hallaba Creso; a su derecha, Mitetis, la hija del predecesor de Amasis.

La mujer, fría y crispada, comía a pequeños bocados.

—Lo pasado pasado está —le dijo Amasis—. Admiraba a vuestro padre y no tenía en absoluto intención de derrocarlo. Sólo un concurso de circunstancias me llevó al poder. ¿Aceptáis olvidar ese doloroso pasado?

La esposa de Creso miró al faraón.

—Mucho me pedís.

—Soy consciente de ello, Mitetis, pero vuestra presencia es como un bálsamo para mi corazón. ¡Han pasado tantos años! ¿Ver de nuevo Egipto no apacigua vuestra pesadumbre?

—Mi luto toca a su fin, majestad.

—Gracias por concederme esa felicidad.

Al final del banquete, la reina de Egipto invitó a Mitetis a gozar de los cuidados de su masajista, especialista en aceites esenciales.

Amasis y Creso se instalaron en una terraza desde la que se contemplaba un jardín poblado por sicómoros, azufaifos, malvarrosas y tamariscos.

—Qué maravilloso país —dijo Creso—. Aquí reina un perfume de eternidad.

—Una eternidad muy frágil.

—¿A qué viene tanta angustia?

—¿Cambises, el nuevo emperador de Persia, no sueña en conquistas?

Creso olisqueó el tibio aire de la noche.

—Olvidemos la diplomacia y seamos sinceros, Amasis. Sí, Cambises soñaba con invadir esta tierra de inagotables riquezas. Como sagaz soberano, tú percibiste sus intenciones y construiste una máquina de guerra destinada a resistir. Sé que tu invitación pretendía informarme de ello, de modo que yo lo disuadiera de emprender una aventura condenada al fracaso.

—¿Lo he conseguido, Creso?

—¡Más de lo que esperabas! Ya he intentado dirigir a Cambises hacia una paz duradera, y él acepta escucharme. A mi regreso, le informaré de hechos concretos que acabarán de convencerlo. Por muy poderoso que sea, el ejército persa no tiene posibilidad alguna de vencerte. Antes de mi viaje lo suponía; ahora estoy seguro de ello. Faraón no se ha dormido en una falsa quietud, y yo se lo agradezco. Gracias al aumento de sus fuerzas armadas, en especial de su marina, se evitará un sangriento desastre.

—¿Crees que Cambises estudiará otras conquistas?

—La gestión del imperio ocupará todo su tiempo, y se inspirará en el ejemplo de su padre, Ciro. La época de los combates concluye, majestad, y se inicia la de una diplomacia tranquila.

—Tus palabras llenan mi corazón, Creso.

—Lo urgente es desarrollar nuestras relaciones comerciales, para enriquecer a nuestros países. De modo que me gustaría conocer a tu famoso jefe del servicio de los intérpretes y proporcionarle los nombres y los títulos de sus futuros corresponsales.

—Desgraciadamente, ha muerto —reconoció Amasis.

—¿Estaba enfermo?

—No, sufrió un desgraciado accidente. El director del palacio, Henat, lo sustituye ahora. Es un hombre experto y de confianza que se pondrá a tu servicio y te complacerá en lo que necesites.

—Perfecto, majestad. Este viaje será, sin duda, el más importante de mi carrera.