El escriba contable, delegado por la administración central, se entrevistó con Nitis a media mañana, después de que la Superiora de las cantantes y las tejedoras hubo dado sus directrices a las sacerdotisas.
El alto funcionario parecía más bien simpático.
—Este templo es espléndido —reconoció, impresionado—. Siento mucho importunaros, pero las órdenes son las órdenes. Comprobaré vuestros libros de cuentas, reduciré ciertos gastos y favoreceré ciertas inversiones. Al rey le interesa mucho el desarrollo de vuestros talleres y la venta de vuestros productos en el exterior.
—No es ésa nuestra vocación —objetó Nitis.
—Lo sé, lo sé. Sin embargo, ni vos ni yo tenemos elección, por lo que debemos tratar de entendernos.
Desprovisto de agresividad y poco satisfecho con su misión, el contable se mostró conciliador y redujo al mínimo las obligaciones del templo de Neit.
—Debería aplicarse la misma ley para todos —masculló—. Cuando pienso en la suerte reservada a mi infeliz colega del despacho de los intérpretes… Si la justicia desaparece, Egipto será destruido.
—¿Qué le sucedió?
—¡Los escribas intérpretes fueron asesinados, y él también! —murmuró el alto funcionario—. No voy a hablar de ese horror. La policía detendrá al asesino y la tragedia se olvidará. De todos modos, deberían haber escuchado a mi colega.
—¿Había advertido irregularidades en la gestión del servicio?
—En realidad no, pues el patrón era el más riguroso de los hombres. Era inútil solicitar algún privilegio o ventajas no merecidas. Pero mi colega le había entregado un documento referente a eventuales malversaciones financieras en Náucratis, la ciudad griega. Allí tienden a dictar su propia ley.
—¿Qué ha sido de ese documento? —preguntó Nitis, intrigada.
—Tras haberlo estudiado, el patrón lo entregó a las autoridades superiores.
—¿A quién, concretamente?
—Mi colega lo ignoraba.
—¿Se tomó alguna medida?
—Que yo sepa, ninguna. Por eso nos dirigimos hacia la catástrofe. En fin, silencio y boca cerrada. Ese tipo de asuntos nos superan. Ocuparse de ellos sólo supondría graves problemas para los imprudentes. Hasta pronto, Superiora.
Nitis se dirigió de inmediato a casa del sumo sacerdote, que estaba estableciendo el detallado cuadro de las tareas que debían realizarse antes de la próxima fiesta de la diosa.
—¿Es aplicado nuestro amigo Pitágoras? —le preguntó a la muchacha.
—Impecable y discreto: no puede hacérsele reproche alguno.
—Sigue vigilándolo.
—Acabo de obtener sorprendentes confidencias de un escriba contable —reveló Nitis.
Wahibre escuchó atentamente a la sacerdotisa.
Sobrecargado de trabajo, el ministro de Finanzas, Pefy, disfrutaba de una horita de descanso a la sombra de una palmera centenaria, a orillas de un estanque de su vasta villa de Sais. A causa de las restricciones presupuestarias en beneficio del ejército, tenía que reorganizar los servicios de la Doble Casa del Oro y de la Plata, a cuyos funcionarios les gustaban muy poco los cambios.
Como «Superior de las orillas inundables», se preocupaba también por la adecuada explotación de los cultivos, y recibía personalmente a los responsables de las principales zonas agrícolas. Afortunadamente, no había nada inquietante. Sin embargo, no debía permitirse relajarse, o corría el riesgo de que la situación desembocara en desastre. Pefy pensaba, a menudo, en la ciudad santa de Osiris, Abydos, donde le habría gustado retirarse venerando al dios de los resucitados.
El ministro cerró los ojos y se adormeció, soñando con un mundo apacible, sin defraudadores ni perezosos.
Al poco, su intendente se atrevió a despertarlo.
—El sumo sacerdote Wahibre desea veros.
Poco había durado la siesta.
Pefy recibió a su amigo en una estancia bien ventilada de la villa, al abrigo de oídos indiscretos. Allí les sirvieron cerveza ligera y pasteles de miel.
—En estos tiempos difíciles, amigo mío —dijo el ministro—, debemos saber apreciar estos pequeños placeres. Quién sabe si todavía podremos hacerlo mañana…
—¿Te estás volviendo pesimista, Pefy?
—La edad y la fatiga no incitan a la alegría de vivir. Y probablemente tu visita no me devolverá la sonrisa.
—Es poco probable —confirmó Wahibre.
—Espero que no vayas a hablarme de los asesinatos de los intérpretes.
—Dispongo de un elemento nuevo y turbador.
—¡Amigo mío, queridísimo amigo! No te ocupes más de ese asunto. Henat, el jefe de los servicios secretos, está reorganizando nuestra diplomacia con el acuerdo del rey. Y la policía no tardará en echar mano del asesino. Olvida esa tragedia.
—¿Te niegas a escucharme?
Pefy dejó escapar un suspiro de exasperación.
—¡Conociendo tu obstinación, será mejor que me rinda!
—Entre los numerosos expedientes sensibles que debía tratar el patrón del servicio de los intérpretes había un documento contable referente a los griegos de Náucratis. En él se demostraban graves malversaciones, por lo que, al parecer, fue entregado a las autoridades.
Un pesado silencio siguió a esa declaración.
—Así es —admitió el ministro.
—¿Tenías conocimiento de ello?
—El patrón del servicio de los intérpretes lo dirigió a mí.
—¿Y tus conclusiones? —preguntó el sumo sacerdote.
—¡Evidentes enredos financieros! Náucratis sigue sus propias reglas, muy distintas de las del Estado faraónico.
—¿Impusiste sanciones?
—No.
—¿Cómo que no?
—Náucratis es un territorio protegido, que depende directamente del rey.
—¿Y él conoce los manejos de los griegos?
—Le entrego regularmente informes detallados. Éste formaba parte de una larga lista.
—¿Y Amasis no tomaba medidas?
—Sí, me prohíbe que intervenga. Sólo él se ocupa de la ciudad griega.
—¡Un Estado dentro del Estado!
—Tengo dos opciones: obedecer o dimitir. Pues bien, me interesa garantizar la perennidad de Abydos. Mi sucesor, en cambio, abandonaría la ciudad de Osiris.
—Tal vez ese documento sea una de las causas del asesinato de los intérpretes —supuso el sumo sacerdote.
—¡De ningún modo! Como ya te he dicho, hay muchos informes del mismo tipo, y los hechos se han probado. En el fondo, los griegos se las arreglan entre sí y no influyen en el exterior. ¿Acaso no es más prudente dejarlos continuar?