Por fin has regresado! —exclamó la dama Zeké—. ¿Qué ha ocurrido?
—Os habéis burlado de mí —dijo Kel—, y yo he demostrado ser un estúpido. Pero el destino ha desbaratado vuestros planes.
La griega fingía asombro.
—¡No comprendo nada de lo que dices!
—Es inútil que hagáis comedia, dama Zeké. Ahora conozco vuestro papel.
—¡Explícate!
—Creí en vuestra sinceridad y vos me mandasteis a la muerte.
—Los estibadores son individuos violentos y peligrosos, ya lo sabías.
—¿Acaso no es empleado vuestro el pirata Ardys?
Zeké esbozó una extraña sonrisa.
—¿Lo has conocido?
—¿No le habíais ordenado que me matara?
—¡Tú debías encontrar el tesoro!
—Y lo he encontrado.
—¡De modo que tenemos el casco del faraón Amasis! Ardys es, realmente, el mejor de los ladrones. Merece una buena recompensa.
—Yo no estoy tan seguro de eso.
—¿Se niega a vendernos el casco?
—Vos le confiasteis otro tesoro.
La mirada de la dama Zeké se tornó feroz.
—¿Ha hablado ese mediocre?
—Al introducir la moneda griega en Egipto, queríais destruir nuestra economía y nuestra sociedad —afirmó Kel—. Apoderándoos del casco de Amasis, dispondréis de un arma decisiva para conquistar el poder. Sin duda habéis escogido ya al mercenario que se tocará con él y se proclamará faraón. Y, en este peligroso juego, yo era sólo un peón destinado a desaparecer.
—Gracias a tu aguda inteligencia —dijo Zeké con voz dulce—, comprenderás que el antiguo mundo no tardará en extinguirse. Los egipcios vuelven la mirada hacia el pasado y los valores ancestrales. Algunos piensan, incluso, en resucitar el tiempo de las pirámides en el que se inspiran vuestros escultores. Nosotros, los griegos, representamos el porvenir.
—¡Pues yo rechazo ese porvenir!
—Un joven escriba retrógrado y reaccionario, ¡muy representativo de una élite decadente! Observa Náucratis, Kel: ¡he aquí el nuevo mundo! ¿Quién defiende tu viejo Egipto, salvo mercenarios griegos? A cambio de sus esfuerzos, exigen ser mejor pagados. Dos sacos de cebada y cinco de trigo al mes no son suficientes. Quieren hermosas y buenas monedas, y pronto las pondré en circulación a millares.
—La moneda y la esclavitud… ¿Es ése vuestro progreso?
—¡Ineluctable evolución!
—Forzosamente tenéis cómplices en el gobierno. De lo contrario, dudaríais de vuestro éxito.
—No seas demasiado curioso, Kel. Sólo mi marido compartirá mis secretos. Cásate conmigo o huye. Pero si eliges la mala solución, no cuentes más conmigo para protegerte.
Kel palideció.
—¡No cederé a ese odioso chantaje!
—No seas ridículo. Me deseas y yo te deseo. Entre ambos haremos un trabajo excelente. Sin mi ayuda, estás condenado a la muerte.
—¿No es la muerte el mejor de los refugios?
—¡A tu edad es un horrible castigo! Sé razonable, Kel. Sólo yo te permitiré escapar de la policía. Para empezar, revélame el emplazamiento del casco de Amasis.
—Lo desconozco.
—¡El pirata me ha traicionado y tú eres su cómplice!
—No, dama Zeké.
Sus miradas se desafiaron.
—Esperaba algo más —reconoció ella—. De modo que Ardys me es fiel y no tiene más tesoro que una provisión de monedas griegas.
—Eso es.
—¿Cuál es tu decisión, Kel?
—Me marcho de Náucratis.
Zeké volvió la espalda al joven.
—¡Cómo quieras! Te prestaré, sin embargo, un último servicio. Espera aquí dos o tres horas; yo iré a informarme del dispositivo emplazado por la policía y te indicaré el medio de salir de la ciudad.
—Os lo agradezco.
—¡Corres al desastre!
—Probaré mi inocencia.
—¡Es una lástima, Kel! Juntos habríamos renovado tu caducado mundo.
Dejando a sus espaldas la estela de un embriagador perfume, Zeké abandonó la vasta sala de recepción.
Inquieto, el escriba iba de un lado a otro. ¿No lo entregaría la mujer de negocios a una cohorte de mercenarios que venderían sus despojos a las autoridades?
Ávida de poder, la griega pensaba apoderarse del país. ¿Delirios de grandeza o proyecto realista? No había nada que demostrara su implicación en el crimen de los intérpretes. Sin embargo, ella no negaba eventuales contactos con altas personalidades del Estado.
Kel, incapaz de distinguir lo verdadero de lo falso, se sintió aliviado al verla regresar.
—La puerta de los artesanos no está vigilada aún —indicó—. Coge lo necesario y lárgate.
—Gracias por vuestra ayuda.
—Al perderme a mí, lo pierdes todo.
Kel regresó a su alojamiento. Recuperaría su paleta de escriba y tomaría una estera, una calabaza con agua y una bolsa de vituallas. Empujó la puerta y se topó con un obstáculo.
A costa de un intenso esfuerzo, movió algo pesado y consiguió entrar en la estancia.
En el suelo había un cadáver.
El de su colega intérprete, el griego Demos.
Le habían cortado el cuello. Junto a su cabeza estaba el arma del crimen: uno de aquellos cuchillos que los egipcios se negaban a utilizar porque los consideraban impuros. ¿Acaso los griegos no los empleaban tras haber matado animales? Contaminados, semejantes objetos mancillaban el alimento de los humanos.
Demos… Inocente o culpable, no hablaría jamás.
Kel, petrificado, contemplaba aquel cuerpo martirizado suplicándole que revelara la verdad. Pero Demos permanecía mudo, indiferente ya a la suerte de los mortales.
—¡Al asesino! —gritó una voz arisca—. ¡Venid, atrapémoslo!
Un firme puño asió a Kel por el hombro.
—¡Salgamos de aquí! —le ordenó Bebón.
—Mira ese cadáver…
—No despertará. ¡Debemos escapar de esta trampa! Kel se dejó arrastrar por el brazo y echó a correr.
Bebón evitó el vestíbulo, donde los aguardaban los criados de Zeké, provistos de garrotes.
Ambos fugitivos atravesaron la gran cocina, ante las miradas aterradas de los marmitones.
—¡Vayamos arriba! —decidió el actor.
Un escriba de edad avanzada intentó cerrarles el camino de la terraza, pero Bebón lo apartó de un codazo.
Ambos hombres saltaron a un tejado, más abajo, llegaron a un desván y tomaron luego por una gran escalera que les permitió llegar a una calleja.
—Los hemos despistado —afirmó Bebón.