Al salir del castillo de los tejidos de lino, donde las sacerdotisas trabajaban con ardor, Nitis pensaba en Kel. ¿Regresaría vivo de Náucratis, en compañía de su amigo Bebón? ¿Traería las pruebas de su inocencia?
Su ausencia era un profundo sufrimiento. Kel le ofrecía un horizonte nuevo, un ideal que sólo él encarnaba. ¿La magia de la diosa Neit disiparía los embates del destino y recrearía un camino de luz que explorarían, juntos, la sacerdotisa y el escriba?
—Malas noticias —anunció el sumo sacerdote.
Nitis sintió el corazón en un puño.
—Kel…
—No, tranquilízate, la investigación del juez Gem se ha atascado. No hay rastro del asesino huido.
—¡Kel no ha matado a nadie!
—Ya lo sé, pero debemos adoptar la terminología oficial. El juez se queja de la ineficacia de la policía y del silencio del jefe de los servicios secretos. Según Gem, Henat no juega limpio y no le comunica las informaciones de las que dispone.
—¿Y es ésa vuestra opinión?
—Más valdría que el juez fuera el primero en encontrar a Kel. Henat no se atendrá al procedimiento y hará que ejecuten al supuesto criminal. Los informes de sus hombres establecerán legítima defensa y el asunto quedará enterrado.
—¡Gem no aceptaría esa mascarada!
—Salvo si es cómplice de los asesinos.
—En ese caso, nuestro país correría un grave peligro.
—La mala noticia lo confirma, Nitis: el rey ordena que pongamos parte de nuestros talleres al servicio del mundo exterior.
La sacerdotisa se quedó petrificada.
—¿El rey intenta destruir los templos?
—Está naciendo una nueva economía, y debemos adaptarnos a ella.
—Desde la edad de las pirámides, el templo era el que dictaba la economía. Los hombres deben respetar la ley de Maat, y no debe ser Maat la que se doblegue ante las bajezas de la humanidad.
—Amasis ha decidido suprimir los privilegios de los templos, considerados excesivos. En adelante, quedarán sometidos a su administración y, a excepción del antiquísimo santuario de Heliópolis y del de Menfis, ya no cobrarán los réditos procedentes de sus dominios. Sólo el Estado percibirá tasas, contratará a los sacerdotes como a los campesinos y los artesanos, les pagará un salario y mantendrá los locales. Nuestros talleres fabricarán tejidos para los profanos y contribuirán así a la prosperidad del país.
—¡La Divina Adoratriz nunca aceptará semejante locura!
—Tebas está lejos —recordó el sumo sacerdote—, y sólo reina sobre un pequeño territorio. Aquí, en el Delta, nace el mundo futuro.
—¿No predicabais vos el regreso a los valores del Imperio Antiguo? ¿No me confiasteis la tarea de resucitar los rituales de las primeras edades? ¿No se inspiran nuestros escultores en la estatuaria de los constructores de pirámides?
—Ésa sigue siendo mi línea de conducta. La mirada de Amasis se vuelve hacia los griegos y su casta de altos funcionarios, a los que atribuirá las tierras de los templos.
—¿Intentaréis convencer al rey de que se equivoca de camino?
—Sus decisiones ya están tomadas, Nitis, y mis palabras le resultan indiferentes. ¿Cumple Pitágoras correctamente con las tareas rituales que le han sido confiadas?
—Se comporta como un perfecto sacerdote puro.
—Tal vez él, un griego, pueda influir en el rey. Sigamos poniéndolo a prueba y, sobre todo, preparemos la próxima fiesta de la diosa. Sólo ella nos protegerá de lo peor, y su servicio no debe sufrir retrasos ni inexactitudes.
—Menk y yo colaboramos de modo eficaz —aseguró Nitis—. Atendiendo a su reputación de excelente organizador, no escatima esfuerzos y no tolera desfallecimientos.
—Sin embargo, no te confíes —recomendó Wahibre—. Ignoramos el papel real de ese cortesano nato.
—No logro descifrar una sola palabra del código —reconoció Nitis—, por lo que os pido autorización para escribir al difunto jefe del servicio de los intérpretes y solicitar su ayuda.
—¿Una carta al muerto?
—Espero que acepte respondernos.
—Elige los términos, Nitis. Y deseemos que tu magia sea convincente.
Nitis entró en la pequeña capilla de la tumba del jefe de los intérpretes. En la mesa de ofrendas, depositó un pan de piedra y vertió agua fresca.
La suave luz del poniente iluminaba la parte accesible de la morada de eternidad. Los vivos podían comunicarse allí con los muertos.
La sacerdotisa levantó las manos para venerar la estatuilla del Ka, la potencia vital que escapaba con la muerte, tras haber animado a un ser, mineral, vegetal, animal o humano, durante su existencia.
«Quedad en paz —le deseó—, y reuníos con la luz del origen».
Luego Nitis colgó del cuello de la estatuilla un pequeño papiro. El texto de su carta al muerto le rogaba que la ayudase a desenmascarar a los verdaderos culpables para salvar la vida de un inocente, el escriba Kel. Cuando el alma, alimentada de sol, llegara para vivificar la estatuilla del Ka, ¿sería portadora de una respuesta procedente del más allá?
Al alba, Nitis se presentó ante la puerta de la capilla. Leyó un largo himno a la gloria de la claridad renaciente tras un violento combate contra las tinieblas, cruzó el umbral y se detuvo en el centro del modesto santuario.
La sacerdotisa tuvo entonces la sensación de una presencia.
¿Peligroso demonio o espíritu amistoso?
El papiro, desenrollado, yacía al pie de la estatuilla. Con mano temblorosa, Nitis lo tomó.
Con tinta roja, la mano del difunto había escrito una respuesta:
Los antepasados poseen el código.