40

De modo que había sobrevivido! Con el fin de sacar partido de lo que acababa de saber, Kel debía atravesar una vasta zona cenagosa donde lo acecharían varias formas de muerte violenta, comenzando por los cocodrilos y los reptiles.

En el fondo, a Ardys, el pirata, le importaba un pimiento la suerte que corriera el enviado de la dama Zeké, su omnipotente patrona. Si desaparecía, ella encontraría fácilmente otro comisionado.

La presencia de numerosos pájaros lo tranquilizaba. Ibis, becadas, patos, garzas, grullas y demás pelícanos gozaban de aquel vasto dominio, provisto de abundante alimento. El escriba admiró su vuelo y sus juegos, lejos de las torpezas humanas. Allí, la vida se expresaba con la magnificencia de la primera mañana del mundo.

Kel arrancó un tallo joven de papiro, cortó el extremo superior y degustó la parte inferior, de un codo de largo. Un alimento simple que le proporcionaría la energía necesaria para caminar durante horas a un ritmo regular, sin bajar la guardia.

Antes de que cayera la noche, tuvo la suerte de encontrar a unos pescadores, satisfechos de su dura jornada de trabajo. Éstos lo llevaron a su pueblo, lo invitaron a cenar y le ofrecieron una estera. Pero estaban fatigados y no tenían ganas de charlar. Al día siguiente, cuando nacía el alba, le indicaron el mejor itinerario para dirigirse a un burgo por el que pasaba un camino que conducía a Náucratis.

En la cabeza de Kel hormigueaban las preguntas, y la dama Zeké las respondería de buen grado o por la fuerza. ¿Lo había enviado a una muerte segura o suponía realmente que los estibadores se habían apoderado del casco de Amasis? ¡Si hubieran suprimido al escriba, habrían reconocido su culpabilidad! Así pues, había servido de cebo, sin la menor posibilidad de reaparecer.

—¡Alto, no te muevas!

Tres hombres armados con garrotes salieron de una espesura de papiro y rodearon al joven.

—Aduana móvil —declaró el oficial, un cuarentón de labios finos y frente baja—. ¿Dando un paseo, muchacho?

—Voy a Náucratis.

—¿De dónde vienes?

—Del burgo de la Grulla, a dos horas de aquí.

—¿Vives allí?

—He visitado a unos amigos.

—Conozco el lugar y no te he visto nunca.

—Claro, ésta ha sido mi primera estancia.

—¿Quiénes son estos amigos?

—Los propietarios de la panadería.

—Lo comprobaremos. ¿Tu nombre y profesión?

—Soy sirviente en Náucratis.

—No he oído tu nombre.

—Bak.

—Bak, «el sirviente»… Muy adecuado. ¿Y tu patrón?

Hablar de la dama Zeké le parecía inoportuno.

—¿A qué vienen estas preguntas? —se extrañó Kel—. ¡No transporto ninguna mercancía no declarada!

—Precisamente, resulta extraño —estimó el aduanero—. A menudo pillamos a transportistas más o menos en regla, pero no a paseantes con las manos vacías. Bueno, ¿quién te emplea?

—Un mercenario griego.

—Lo comprobaremos también, en cuanto te llevemos a Náucratis.

—Prefiero regresar solo.

—¿No te sientes seguro con nosotros?

—¿De qué me acusáis?

Un aduanero habló al oído de su superior.

—En estos momentos no sólo buscamos ladrones y estafadores, sino también a un asesino. Un escriba llamado Kel que va de pueblo en pueblo y tal vez se oculta en las ciénagas esperando escapar de la policía. Mi colega, un excelente fisonomista, cree reconocer a ese peligroso criminal gracias al retrato que nos hicieron llegar las autoridades de Sais. De modo que vas a seguirnos sin más historias, y lo comprobaremos.

Los aduaneros pensaban en la hermosa recompensa.

—Os equivocáis —protestó el acusado—, no soy un asesino.

—¡De modo que eres el escriba Kel!

—¿Queréis escucharme?

—Nosotros nos limitamos a detenerte. Ya hablarás con el juez.

Con la cabeza por delante, Kel dio un salto y golpeó al aduanero en el estómago.

Sus colegas, sorprendidos, tardaron en reaccionar. El escriba huyó como si tuviera alas en los pies.

—¡Alcancémoslo!

Estaban acostumbrados a ese tipo de ejercicio, por lo que pronto ganaron terreno.

El primero consiguió agarrar al fugitivo y lo derribó de bruces al suelo.

—Ahora, muchacho, aprenderás a obedecer y te mantendrás tranquilo.

El prisionero se puso rígido, esperando los golpes. Pero entonces el aduanero dejó escapar un grito de dolor y se derrumbó junto al escriba.

—Levántate, Kel, y larguémonos.

Esa voz… ¡Era la de Bebón!

—¿Eres tú? ¿De verdad eres tú?

—¿Tanto he cambiado?

—¿Y los demás aduaneros?

—He terminado con el oficial de un puñetazo en la nuca, me he apoderado de su garrote, he dejado patitieso al primero que te seguía y ahora acabo de librarte del segundo.

—¿Te ha absuelto la policía?

—Me han dejado en libertad por falta de cargos. La policía detiene a tantos inocentes que se parecen a ti que el juez Gem ya no sabe hacia dónde mirar.

—¿Cómo has llegado hasta aquí?

—Tu amiga, la sacerdotisa Nitis, me dijo que habías ido a Náucratis. En una taberna cercana a la aduana jugué a ser policía. Un «colega» me habló de dos grupos que estaban a punto de partir en busca de un peligroso criminal. Afortunadamente, seguí al adecuado.

—Nitis… ¿Confía, pues, en mí?

—¡Es una valiosa aliada! Y tan hermosa… Por lo que dice, te tiene en alta estima. Fíjate, una sacerdotisa y un asesino huido, ¡la cosa no se anuncia fácil!

—¡Deja ya de decir estupideces!

—¡Hay que relajarse un poco! No me cargo todos los días a tres aduaneros. Cuando despierten, estarán de muy mal humor. A mí no me han visto, pero ahora saben que tú estás en la región.

—Tenemos que ir a Náucratis e interrogar a una persona que sabe mucho.

—Espero que no sea un mercenario armado hasta los dientes.

—Se trata de una bella mujer de negocios griega.

«Ya ha olvidado a la hermosa sacerdotisa», pensó Bebón.

—No te dejes seducir —prosiguió Kel—. La dama Zeké es más temible que una víbora cornuda. Vamos, te lo explicaré por el camino.