Debo ir solo —decidió Kel.
—Aristóteles no exagera —replicó Zeké—. Incluso los mercenarios temen a los estibadores: saben luchar y no vacilan en dar golpes bajos. Es una casta muy cerrada que detesta a los extranjeros.
—Hablo griego, no tienen razón alguna para desconfiar de mí. Sobre todo si me permitís ofrecerles una importante recompensa a cambio del casco.
—Excelente idea.
—Vuestra presencia, sin embargo, turbaría la negociación, ¿no creéis? Esos hombres no vacilarían en violentaros.
Kel estaba en lo cierto. Para los estibadores griegos, una mujer tenía menos valor que un fardo de ropa sucia. Y la belleza de Zeké actuaría contra ella.
No obstante, había algo que la dama temía: una vez en posesión del casco, ¿no saldría Kel inmediatamente de Náucratis? Zeké tenía que recuperar aquel fabuloso tesoro, aunque para ello debiera librarse, de un modo u otro, de un escriba ya demasiado molesto.
—Sólo yo puedo protegerte —afirmó, enternecida—; eres un criminal huido, ino lo olvides! Te detendrán antes de que puedas entregar el casco al faraón, y tu inocencia nunca quedará probada.
—¿Aceptaríais negociar en mi nombre?
—Deseo salvarte, muchacho.
—¿Cómo podré agradecéroslo?
—Trae el casco, y no te muestres cicatero con la contrapartida exigida. Luego, iremos a Sais.
La ingenuidad de Kel era conmovedora. Si seguía creyendo de ese modo en la sinceridad de los demás y en la palabra dada, moriría bien joven.
Zeké lo condujo hasta el puerto y le indicó el edificio de la aduana. Unos hombres descargaban barcos mercantes procedentes de Grecia.
—Aguarda hasta que se ponga el sol —le recomendó—, y luego dirígete lentamente hacia el extremo del muelle. Los estibadores se reúnen allí para cenar. Si algún aduanero te dice algo, respóndele que buscas que te contraten. Los dioses te ayudarán, estoy segura.
Sin embargo, nada más pisar el pavimento del muelle, Kel fue presa del pánico. Nada lo había preparado para semejante enfrentamiento. ¡Cómo le habría gustado verse transportado al despacho de los intérpretes y traducir un texto difícil antes de ir a cenar en compañía de Bebón! ¿Conocería de nuevo esos pequeños goces? ¿Volvería a ver a la sacerdotisa Nitis?
Terminado su servicio, los aduaneros jugaban a los dados y no prestaron la menor atención al viandante.
A lo lejos, Kel vio el fulgor de un brasero. Tuvo ganas de poner pies en polvorosa. Convencer a los estibadores de que le vendieran el casco de Amasis parecía imposible, a menos que ignorasen la verdadera naturaleza del objeto y su inapreciable valor.
Unos veinte fortachones estaban asando pescado relleno con sal, cebollas y pasas. La cerveza corría a mansalva.
Kel apretó los dientes y avanzó en su dirección.
—¡Eh, un visitante! —gritó una voz crasa—. ¿Buscas a alguien, muchacho?
—Oficialmente, he venido a pedir trabajo.
—No eres lo bastante fuerte… ¿Y cuál es la verdad?
—Tengo que ofrecer un trato a tu jefe.
Los estibadores dejaron de comer y de beber. Sólo el crepitar del fuego rompió un espeso silencio.
—El jefe soy yo —afirmó Voz Crasa—. Y no me gusta demasiado que un policía turbe mi cena.
—No soy policía, al contrario.
—¿Qué quiere decir eso?
—Que a los del bastón les gustaría echarme mano.
—¿Un bandido, tú?
—Eso es cosa mía. ¿Te interesa una pequeña fortuna?
Desconcertado, Voz Crasa miró atentamente al joven. Parecía serio y seguro de sí mismo.
—¿A cambio de qué?
—De un tesoro del que te apoderaste y que me pertenece. Fija tu precio.
—Un tesoro… No sé de qué me hablas.
—Es inútil mentir.
De pronto Voz Crasa lamentó haberse metido en un asunto dudoso, aunque fructífero. Además, no tenía elección. Ahora se encontraba ante un enviado de las autoridades, del que debía librarse discretamente.
De pronto, vio clara la solución.
—Nosotros sólo somos intermediarios. Nuestros colegas de Peguti[28] tienen el tesoro. Ellos son los que deciden.
—Te pagaré por la información.
—Ya hablaremos de eso más tarde. Dormirás aquí y mañana por la mañana te llevaremos a Peguti. Es una cuestión de seguridad.
El círculo de los estibadores se cerró. No había posibilidad de huida.
Bajo una estrecha vigilancia, Kel se vio obligado a tenderse en una ajada estera. No le ofrecieron comida ni bebida.
Si intentaba escapar, los estibadores no vacilarían en romperle la cabeza.
No podía avisar a la dama Zeké, y nadie lo ayudaría. Estaba claro que no regresaría de aquel viaje.