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A la luz de varias lámparas de aceite, Kel seguía estudiando el papiro cifrado aplicando plantillas de lectura derivadas de los dialectos griegos que hablaba.

Pero nada. Tenía ante sí signos egipcios que se negaban a ensamblarse y a formar palabras. ¡El autor del código era un verdadero demonio!

—¿No duermes aún? —preguntó la voz sensual de la dama Zeké, cuyo embriagador perfume invadió la habitación del escriba.

—Me gusta leer hasta tarde. ¿Habéis pasado una buena velada?

—¡Tediosa, pero útil! El director del puerto de Náucratis alardeaba, por todas partes, de su fidelidad a su decrépita esposa, la hija de unos granjeros mortalmente aburrida. Le he probado que mentía. Ahora, se arrastra a mis pies.

—¿Le habéis hablado de Demos?

—A él y también a otros notables, con el pretexto de reclutar a un joven escriba intérprete.

—¿Y qué resultados habéis obtenido?

—Ninguno. Tu amigo domina el arte de ocultarse. Pero yo soy obstinada y no fracaso nunca. Mañana hablaremos con un oficial superior que no podrá esconderme la verdad. Él nos pondrá sobre la pista del casco, si es que ese valioso objeto está oculto en Náucratis. Dime, joven escriba, ¿estás enamorado?

—¿Estoy obligado a responderos?

—Ya lo has hecho. Pasa una buena noche.

Kel reanudó su trabajo.

Zeké visitaba a los orfebres que trabajaban para ella, y Kel anotó el número de piezas producidas en un mes. La griega, una patrona exigente, concedía una prima a los más trabajadores y despedía a los perezosos. Satisfecha con la producción, abandonó el barrio de los herreros y se dirigió hacia un edificio de dos pisos, mal cuidado.

Allí despertó de un puntapié a un tullido que dormía en el umbral. El infeliz gimió.

—¡Los dioses os envían, mi buena dama! ¡Pan, por compasión!

—Mi panadería, en la calleja vecina, necesita un aprendiz. Trabaja y comerás.

Temiendo recibir un segundo puntapié, el enfermo se largó.

Kel siguió entonces a la dama Zeké, que subía por una escalera de gastados peldaños.

En el piso de arriba había diversas habitaciones.

—Bueno, Aristóteles, ¿borracho como de costumbre?

—¡Así es, querida mía! ¿Acaso no es la embriaguez el placer de los dioses?

—¡Si se parecen a ti, mejor no creer en nada! ¿No te alistó de nuevo tu capitán?

—Sí, pero no le gustó mi último enfado. Y sin embargo, yo tenía razón. Nos servían una cerveza infecta y la arrojé a la cara del responsable de intendencia. Fui despedido por eso, ¿te das cuenta? ¡Soy un mercenario de mis cualidades!

El barbudo se incorporó.

Dada su musculatura, aún estaba en forma para combatir.

—En recuerdo de nuestra vieja amistad, convence, por favor, al imbécil de mi capitán para que me readmita —le dijo a Zeké—. Sin mí, el ejército griego no tiene nada que hacer.

—Tu caso es difícil.

—¡Eres tan seductora, querida! Una palabra tuya y asunto resuelto.

—Es posible —reconoció Zeké—. ¿Qué me ofreces a cambio? Aristóteles, que padecía una terrible jaqueca, reflexionó durante un momento.

—¿Bastará con un poema a tu gloria?

—Busca algo mejor.

—Una noche de amor.

—Detesto lo recalentado.

—¡Se te ha ocurrido una idea!

—Tu perspicacia me sorprende, Aristóteles.

El mercenario pareció inquieto.

—No querrás algo imposible.

—Sólo una información.

—El secreto militar.

—También detesto los chistes malos —advirtió Zeké—. O respondes, o me voy y te las arreglas con tu capitán.

—¡Quédate, dulce amiga, quédate!

El mercenario hinchó el busto.

—Aristóteles está dispuesto a responder —declaró.

—Dada tu asidua presencia en las tabernas de Náucratis, no se te escapa ningún chisme.

—¡Así es!

—¿Se ha hablado recientemente de un tesoro llegado a la ciudad que habría escapado de las autoridades? Aristóteles abrió unos ojos como platos.

—¿Cómo lo sabes? Zeké sonrió, felina.

—Te escucho, mi buen amigo.

—A decir verdad, es bastante vago.

—¡Pues tú sé claro!

—De acuerdo, de acuerdo. Una de mis conocidas, una amable moza de tarifas razonables, recibió algunas confidencias de un cliente borracho.

—¿Su nombre?

—Lo ignoro, pero sé que se trata de un estibador. Sus colegas y él habrían transportado a hurtadillas ese fabuloso tesoro sin advertir a la aduana ni a las autoridades portuarias. Pero te prevengo, dulzura: probablemente sea una fábula. Y no te aconsejo que te acerques a los estibadores; esos tiparracos son irritables y violentos. No vacilarán en hacerte sufrir los mayores ultrajes.

—Valiosos consejos, Aristóteles. ¿Nada más?

—Olvida esta historia y no corras riesgos inútiles. Te necesito demasiado. ¿Te ocuparás de lo del capitán, entonces?

—Preséntate en el cuartel mañana por la mañana.