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Amasis había dormido mal. Su esposa lo reconfortó y le rogó que recibiera a unos delegados comerciales procedentes de distintas ciudades griegas que deseaban estrechar aún más sus vínculos con Egipto. Aunque detestara ese tipo de tareas, el monarca se rindió ante las razones de la reina. Ver al faraón era un honor inconmensurable, y ese favor tendría benéficas consecuencias económicas.

Una vez terminada la audiencia, Amasis recibió a Menk, el organizador de las fiestas de Sais. El monarca contaba con ese fiel servidor para vigilar al sumo sacerdote y asegurarse de que el programa de construcciones y renovaciones de los templos, tanto en el Alto como en el Bajo Egipto, era correctamente seguido.

—¿Cómo va nuestro gran proyecto, Menk?

—¡La isla de Filae se adornará con un magnífico santuario dedicado a la diosa Isis, majestad! La diosa apreciará ese paraje aislado y espléndido, virgen hasta ahora de cualquier ocupación.

—No olvidemos nunca a la gran hechicera —recomendó Amasis—. ¿Acaso no posee el verdadero nombre de Ra, la luz divina, y el secreto de la potencia creadora? Filae será una de las mayores hazañas de mi reino. Asegúrate de la buena marcha de los trabajos.

—Lo haré, majestad.

—¿Está terminada mi morada de eternidad, en el interior del recinto sagrado de Neit?

—Los artesanos han actuado de acuerdo con vuestras directrices. Precedida por un pórtico con columnas palmiformes y cerrada por dos puertas detrás de las cuales se encuentra el sarcófago, la gran sala es una maravilla.

Las tumbas de los soberanos de la XXVI dinastía daban a un patio que precedía la sala hipóstila de la antigua capilla de Neit, y la de Amasis no incumplía la regla. De modo que se colocaba bajo la protección de la misteriosa reina que, a cada instante, recreaba el mundo gracias a siete palabras.

—¿El sumo sacerdote se ha ocupado correctamente de mi morada de eternidad?

—¡Con cotidiana vigilancia, majestad! Despidió a dos escultores considerados mediocres y él mismo eligió las fórmulas de glorificación grabadas en la piedra y encargadas de asegurar la supervivencia de vuestra alma.

—¿No ha habido ninguna crítica contra mi gobierno?

—Ni la más mínima. El sumo sacerdote, frío, distante y reservado, no se muestra muy inclinado a las confidencias. Sin embargo, no he oído eco alguno que cuestionara vuestra autoridad. El templo de Neit funciona a las mil maravillas, y no será fácil encontrar un sucesor para Wahibre.

—Mantén los ojos bien abiertos —ordenó Amasis—, y si se produce el menor incidente, comunícamelo.

El rey regresó a sus aposentos, donde saboreó un gran caldo de Bubastis. Los vendimiadores de la diosa gata, Bastet, producían un vino excepcional, alegre y ligero. Amasis necesitaba aquel tonificante antes de recibir, con toda discreción, al jefe de sus servicios secretos.

Henat, sacerdote de Thot, se encargaría de honrar la memoria de Amasis tras la muerte del rey, pero no poseía la envergadura de un faraón. Sabía estar en su lugar, apreciaba mantenerse en la sombra y su posición lo satisfacía.

Sin embargo, ¿no se desencadenaba la ambición como una oleada destructora, fueran cuales fuesen la edad y los títulos de una persona?

Era imposible ver nada claro en aquel ambiguo personaje, cuya competencia todos alababan.

—El general Fanes de Halicarnaso trabaja en la organización de una gran demostración militar, majestad. Esta maniobra de disuasión producirá excelentes efectos.

—¿Has invitado a nuestro amigo Creso?

—El jefe de la diplomacia persa está de viaje. Nuestros correos conseguirán alcanzarlo, y estoy convencido de que no se perderá la ocasión de ver desplegado el poder militar egipcio.

—¿Y mi casco?

—Ninguna pista de momento, pero he ordenado que se efectúen numerosos interrogatorios. La autora del robo es, probablemente, una camarera procedente de Lesbos.

—¿Por qué sospechas eso?

—Porque tenía acceso al ala del palacio donde se conservaba la reliquia y porque ha desaparecido. Si ha tomado un barco con destino a Grecia, no la encontraremos.

—¡Forzosamente tuvo que tener cómplices!

Henat parecía dubitativo.

—Si hay algo seguro, majestad, es que ni un dignatario ni un oficial superior se atreverían a ponerse vuestro casco y proclamarse faraón. Yo me encargo de los civiles, y Fanes aplastaría a los militares rebeldes.

—Sin embargo, el robo se cometió.

—En beneficio de algún insensato decidido a imitaros arriesgando su vida, o de un bandido deseoso de ganar una fortuna vendiéndonos el casco.

—¿Un delincuente puramente común?

—En este punto de la investigación, no excluyo nada.

—¿Y el asesino de los intérpretes?

—Por desgracia, sigue libre. A veces me pregunto si no habrá sido descuartizado por un cocodrilo o estrangulado por algún salteador de caminos. Un hombre acosado no sobrevive mucho tiempo.

—Extiende el dispositivo de búsqueda al conjunto del país.

—¿Hasta Elefantina?

—¡El tal Kel ha podido huir hacia el sur!

—Lo dudo mucho, majestad, pero tomaré de inmediato las medidas necesarias.

—¿Has reclutado a nuevos intérpretes?

—Sólo tres candidatos tienen la competencia indispensable y me parecen dignos de confianza. Formar de nuevo un servicio efectivo requerirá tiempo.

—Entretanto, encárgate del correo diplomático y preséntame los textos importantes.

Como de costumbre, el jefe de los conspiradores lo convenció.

Pese a los riesgos corridos, su calma era tranquilizadora. Ciertamente, la destrucción del servicio de los intérpretes no formaba parte, inicialmente, de su plan, y podrían haber pensado que el drama los llevaría al desastre.

No obstante, el destino seguía mostrándose favorable.

—Aún estamos lejos del objetivo —reconoció el jefe—. Sin embargo, nuestro trabajo subterráneo comienza a dar sus frutos. Y la situación actual nos da la razón: era preciso librarse de los intérpretes y lograr que acusaran al escriba Kel.

—Esperábamos que fuese detenido rápidamente —deploró un escéptico—. Si él tiene el papiro cifrado, ¡representa un grave peligro!

—En absoluto —repuso el jefe—, ya que nunca podrá descifrarlo.

—¡Esperemos que esté muerto y el documento destruido!

—Teniendo en cuenta ese incidente menor, ¿piensa alguno de vosotros en renunciar?

Nadie lo hizo.