En una sola jornada, Kel había hecho más trabajo que los tres secretarios de la dama Zeké en una semana, y había resuelto varias dificultades administrativas. La gestión de las tierras exigía profundas reformas y la rentabilidad mejoraría claramente.
—Deslumbrante —reconoció la soberbia mujer de negocios—. Veo que no me había equivocado. Aún quedan algunos expedientes, pero cumpliré con mi palabra. Puesto que cooperas de modo eficaz, mereces encontrarte con un hombre importante que te procurará informaciones fiables. Hay una única condición: sólo hablará en mi presencia.
—¿Cuándo?
—Esta misma noche.
El jefe de los mercenarios de Náucratis devoraba a Zeké con la mirada.
—Te presento a un amigo —le dijo—. Necesita tus servicios.
—Oficiosamente, supongo.
—Yo respondo por él, puedes contestar sin rodeos. Ah, y esta entrevista nunca se ha celebrado. —¿Qué desea saber ese amigo anónimo?
—¿Has reclutado, recientemente, a un joven intérprete griego llamado Demos? —preguntó Kel. El jefe consultó sus registros.
—No.
—Y si ocupara un cargo administrativo, ¿lo sabrías?
—Claro está.
—¿Y un hombre de más edad, el Terco? El jefe frunció el ceño.
—¿Un ex oficial que fue lechero en Sais?
—¡Eso es!
—Se enroló la semana pasada.
—Quisiera hablar con él.
—Imposible.
—Insisto.
—En su primer entrenamiento, el Terco fue víctima de un accidente mortal.
—¿Qué ocurrió exactamente?
—Resbaló en el suelo húmedo y se clavó la lanza del soldado a quien se enfrentaba. En ese tipo de ejercicios, a menudo sufrimos pérdidas. Es el precio que debe pagarse para formar mercenarios y no mujercitas.
Kel no conseguía concentrarse.
Era evidente que habían ordenado suprimir al Terco. Definitivamente cortada esa pista, quedaba aún la de Demos. Puesto que el griego se ocultaba, a diferencia del ex lechero, cómplice demasiado visible, debía de ser inocente. ¿Pero cómo encontrarlo? De pronto, leyó un pasmoso documento. Incrédulo, se preguntó si seguía comprendiendo el griego. Lo leyó entonces de nuevo y ya no le cupo ninguna duda.
Apareció la dama Zeké, con un ancho collar de ocho vueltas de cornalina y loza, pendientes en forma de flores de loto y un cinturón compuesto por placas de oro sujetas por cinco hileras de cuentas de loza. ¡Semejantes joyas valían una fortuna!
Pero su encanto no funcionaba con el joven escriba.
Kel blandió el texto.
—¡No puedo creerlo!
—¿Por qué tanta indignación?
—¿Preveis comprar… seres humanos?
—En Grecia los llamamos esclavos, y es un comercio del todo lícito.
—¡En Egipto, la ley de Maat lo prohíbe formalmente!
—Egipto tendrá que modernizarse, joven escriba, y comprender que la esclavitud forma parte de las fuerzas de producción indispensables para el desarrollo económico.
—¡A ese precio, más vale renunciar a ello! Ningún faraón aceptará semejante ignominia.
—Pura utopía, muchacho. Cuanto más aumente la población, más se impondrán las leyes de la economía. Y vuestra antigua espiritualidad, por muy hermosa que sea, será barrida. En vuestras ciudades democráticas hay más esclavos que hombres libres. El modelo se impondrá.
—Os presento mi dimisión, dama Zeké.
—¡Ni hablar! ¿Adonde irías? Aquí estás seguro y puedes proseguir con tu investigación.
La sonrisa invitadora de la mujer de negocios no seducía, sin embargo, a Kel. Trató de dominar entonces su cólera y movió un nuevo peón en el tablero del peligroso juego que lo oponía a la griega.
—Me niego a encargarme de los expedientes que traten, poco o mucho, de la instauración de la esclavitud en Náucratis.
—De acuerdo. Respetaré tu arcaica moral, aunque con la esperanza de que evoluciones.
—¿Me ayudaréis, no obstante, a encontrar a Demos?
—Si se oculta en esta ciudad, lo descubriré.
—Busco algo más —reveló el joven—. Un tesoro de inestimable valor.
La curiosidad de Zeké se despertó de inmediato.
—¿De qué se trata?
—¿Sabéis cómo se hizo con el poder el rey Amasis?
—Con un golpe de Estado militar, sus hombres lo tocaron con un casco que hizo las veces de corona. Se libró del faraón reinante, Apries, tras una guerra civil, luego se impuso tanto al pueblo como a los notables.
—Pues la valiosa reliquia ha desaparecido. Han robado el famoso casco, que se conservaba en palacio, y estoy convencido de que ese delito está vinculado con el asesinato de mis colegas.
—Dicho de otro modo —concluyó Zeké—, ¡se prepara un nuevo golpe de Estado!
—Si entrego ese casco al faraón, Amasis reconocerá mi inocencia —señaló Kel.
—Sin duda alguna —murmuró la mujer de negocios, pensando en otra salida.
Semejante asunto desbordaba el caso de un joven escriba, por muy seductor que fuera. Le serviría para echar mano al tesoro, pero no le permitiría gozar de él.
Sólo ella tenía envergadura suficiente para tratar con un monarca y obtener de él fortuna y títulos honoríficos. Respetada, riquísima, Zeké se convertiría en una de las principales personalidades de la corte e impondría numerosas reformas que un rey enamorado de la cultura griega aprobaría.
La verdadera carrera de la dama Zeké estaba empezando.