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Situada en el centro de la ciudad, la morada de la dama Zeké comprendía cuatro pisos. Un portero custodiaba su acceso día y noche. Éste hizo una gran reverencia al ver a su patrona acompañada por un nuevo enamorado, mucho más joven que los anteriores. El apetito de la riquísima mujer de negocios parecía insaciable.

—Me horroriza el campo —le confesó a su protegido—. ¡Hay demasiadas bestezuelas de toda clase!

En la planta baja, un taller de tejido proporcionaba a la hermosa mujer vestidos a medida, ropa para la casa, sábanas y almohadas. Panaderos y cerveceros producían, a diario, pan y cerveza fresca, y un comedor permitía restaurarse a los servidores.

El primer y el segundo piso acogían los aposentos privados y las comodidades, el tercero los despachos, y el cuarto servía de desván donde se almacenaban los archivos y los alimentos.

El mobiliario era de un lujo inaudito: sillones de alto respaldo provistos de brazos, sillas bajas de maderas preciosas, taburetes plegables adornados con motivos florales, mesas rectangulares, mesillas, cofres de almacenamiento y una multitud de almohadones multicolores. En las paredes, pesadas colgaduras de lino teñido de verde, rojo y azul.

—Almorcemos —decidió la dama Zeké.

Dos servidores dispusieron presurosos los manjares en unas fuentes de alabastro y a continuación sirvieron vino tinto en copas de cristal.

—Esto es confite de oca —explicó el mayordomo—. Se ha cocido durante largo tiempo en una marmita, con grasa de primera calidad. Luego vendrán huevos de codorniz hervidos en agua caliente y salada. El cocinero les ha añadido cebolla picada y mantequilla. Permitidme que os desee un excelente apetito.

—Me gusta comer ligero —declaró Zeké—. Una larga digestión retrasa mi ritmo de trabajo, y tengo muchos asuntos que tratar. Este vino no te subirá a la cabeza: no lleva miel ni aromas. Tiene unos veinte años, es ligero y aclara el espíritu.

Kel probó aquel néctar.

La griega no exageraba.

—No existe un país mejor —declaró—. Si vieras la cara que ponen los griegos al desembarcar en Náucratis. No soportan que una mujer sea libre de casarse según su gusto, de divorciarse, de gozar de sus bienes, de legarlos a los herederos que elija, de ir sola al mercado, de comerciar y dirigir una empresa. La vanidad del varón se siente herida en lo más hondo de su estupidez. Me encanta ver a esos pretenciosos convertirse en mercenarios al servicio del faraón y asegurar así la independencia de Egipto y de los egipcios.

—No estáis casada, pues —aventuró Kel.

—¡Divorciada, para mi mayor fortuna! En cuanto llegué, me casé con un armador originario de Mileto, y lo descubrí acostándose con una sierva. La sentencia de separación me favoreció, cobré una buena indemnización y la invertí de inmediato. En resumen, ¡libertad y fortuna! Algunas ideas, mucho trabajo… y el éxito. Los comerciantes egipcios me aprecian, importo mercancías de calidad y compro tierras pagando correctamente a mi personal. Hoy tengo varios inmuebles en Náucratis, y a los notables les gusta ser mis invitados. Tú, en cambio, pareces molesto.

—No merezco tanto honor.

—Eso debo juzgarlo yo. Me intrigas, joven, pues no eres una persona ordinaria. ¿Qué estás buscando en Náucratis?

¿Kel debía encontrar una escapatoria o revelar parte de la verdad, corriendo un riesgo? Aquella mujer, una verdadera cobra, no practicaba la generosidad gratuita.

El escriba no tenía elección. Extranjero en aquella sociedad cerrada, si no hostil, se tiró al agua de cabeza.

—Soy un escriba intérprete, originario de Sais, y estoy buscando a dos hombres que se han refugiado aquí. Uno es mi colega Demos, el otro, el Terco, un lechero que deseaba alistarse como mercenario.

Zeké pareció sorprendida.

—¿Por qué utilizas la palabra «refugiado»?

—Tanto el uno como el otro están mezclados en un caso criminal, y supongo que se ocultan en Náucratis.

—¡Un caso criminal! ¿Y son culpables o inocentes amenazados?

—Francamente, no lo sé. De modo que debo hablar con ellos y obtener sus explicaciones.

—¿Serías tú el primer afectado? —preguntó Zeké.

—Me acusan injustamente.

—¿Cuál es tu nombre?

—Kel.

La mujer de negocios no reaccionó. Así pues, el asesinato de los intérpretes no se conocía aún en Náucratis. ¿Pero por cuánto tiempo?

—Demos y el Terco —repitió ella, acentuando cada sílaba—. ¿Realmente quieres ayudarlos?

—Demos es mi amigo —protestó el escriba—. Por lo que al lechero se refiere, me gustaba charlar con él y lo consideraba un buen hombre. Tal vez hayan huido porque tienen informaciones que me permitirán demostrar mi inocencia.

—Un asunto criminal, has dicho. ¿A quién han matado?

—A unos escribas intérpretes. Yo diría más: creo que se trata de un asunto de Estado. A nadie le interesa verse mezclado en él.

—¡Saludable advertencia! Tendría que avisar a la policía.

—Eso es.

La dama Zeké esbozó una extraña sonrisa.

—¡Error, muchacho! En primer lugar, no soy una chivata; además, tu formación de escriba intérprete me resultará muy útil. Puesto que lees a la vez el griego y el egipcio, estudiarás fácilmente los documentos administrativos y extraerás de ellos lo esencial mucho más de prisa que mi secretaría. Así pues, necesitas mi ayuda y tienes prisa.

—¿Podéis encontrar vos el rastro de Demos y del Terco?

—Si se ocultan en Náucratis, no se escaparán de mí. Ésta es mi proposición, la tomas o la dejas: alojado y alimentado, trabajas para mí de acuerdo con mis exigencias y yo te proporciono las informaciones necesarias. De lo contrario, abandonas inmediatamente Náucratis.

—Me quedo —decidió Kel.