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Busco la casa de Ares —le dijo Kel a un barbudo que le sacaba más de una cabeza y cuyo brazo derecho estaba cubierto de cicatrices.

El tipo lo miró de arriba abajo.

—Curioso… En fin, ¡a cada cual su camino! Te habría imaginado mejor con un pincel en la mano y sentado como un escriba. El despacho de Ares está en la calleja de la derecha: ponte a la cola y espera tu turno.

Allí esperaban unos diez hombres en fila india. El último se volvió.

—¡Me pareces demasiado enclenque, muchacho! Ares prefiere los fortachones. ¡Para ser mercenario se necesitan músculos!

De modo que su viejo profesor se había librado de él enviándolo a un despacho de reclutamiento. Al no creer en su historia, Glaucos no lo denunciaba a la policía, pero le ofrecía la única puerta de salida posible. Sin duda creía que su antiguo alumno había cometido graves errores, ya no pertenecía a la administración central e intentaba ocultarse en Náucratis. Allí, el ejército sería el refugio ideal.

—De todos modos, probaré suerte.

—¡Bah, tienes razón! En estos momentos recluían. Necesitan hombres en los barcos y acaban de ampliar el campamento fortificado, cerca de Bubastis, así como los cuarteles de Menfis y de Marea, en la frontera libia. A mí me gustaría ser destinado a Dafnae, cerca de Pelusa, frente al Asia. Al parecer, allí se come correctamente, hay mozas a mansalva y la soldada es buena. Y los comerciantes griegos nos hacen regalitos, puesto que se los protege. ¡Qué buena vida, en Egipto! No añoro en absoluto mi Jonia natal. Aquí no falta de nada y se vive una vejez tranquila.

—¿Y si fuera preciso combatir?

—Con el ejército que poseemos, nadie se atreverá a atacarnos. Una auténtica genialidad del faraón Amasis, un ex general: desarrollar una fuerza disuasoria. Incluso un loco se echaría atrás. Todos saben que los mercenarios griegos son los mejores guerreros. Por eso Egipto les confía su seguridad. ¡Una iniciativa de mil demonios, créeme!

El tipo salió satisfecho del despacho de reclutamiento.

—Parto mañana hacia Dafnae. Te toca a ti, muchacho, ¡buena suerte!

Ares era achaparrado, afectado, y tenía prisa. De las paredes de su despacho colgaban mapas del país con el emplazamiento de los campamentos y los cuarteles. El aspecto del escriba lo sorprendió.

—Te lo advierto, mi papel consiste sólo en orientar en función de las necesidades del momento. Ya en el lugar y tras unas pruebas, un oficial decide el alistamiento definitivo. ¿Algún destino favorito?

—Aquí, en Náucratis.

—¿Marina, caballería o infantería?

—Desearía reunirme con un ex lechero que se ha alistado recientemente.

—¿Su nombre?

—El Terco.

—¿Procedencia?

—Sais. Visto su pasado militar, debe de ser oficial.

Ares frunció el ceño.

—¿Y qué quieres tú de ese oficial?

—Servir a sus órdenes.

—¿También tú procedes de Sais?

—De un pueblo cercano.

—¿Has manejado armas anteriormente?

—Preferiría encargarme de la intendencia y la administración.

—Eso no es cosa mía. Yo sólo selecciono a los futuros mercenarios, y tú no das el perfil para el puesto. Ningún comandante de campamento aceptará tu candidatura. Busca otro oficio.

—Debo hablar con el Terco.

—No lo conozco. Y, si lo conociera, no hablaría con un desconocido que no pertenece al ejército.

—¡Insisto, es muy importante!

—Esto es un despacho de reclutamiento, no una oficina de información.

—Os aseguro que…

—Fuera, muchacho, y no vuelvas. De lo contrario, lo lamentarás.

Kel salió de allí despechado. Había sido un fracaso total.

Al ocultarse en Náucratis, cerca de la capital, Demos y el Terco se sabían fuera de alcance.

Perdido en sus pensamientos, el escriba chocó con una viandante. Era una mujer grande y hermosa, de unos treinta años, con el pelo recogido en un moño perfumado y cubierta de joyas.

La hilera de candidatos había enmudecido. Cada macho clavaba sus ojos en aquella soberbia hembra, del todo inaccesible.

—Perdonadme —farfulló Kel.

—¿Deseas alistarte?

—Sí y no, yo.

—Ya tenemos bastantes soldados en Náucratis. En cambio, nos faltan escribas cualificados. ¿Sabes leer y escribir?

—En efecto.

—Mi nombre es Zeké, pero me llaman la Cortesana porque soy la mujer de negocios más rica de la ciudad, libre y soltera. ¡Una verdadera prostituta para los griegos! No se acostumbran a los derechos de los que gozan las egipcias, y ni por asomo desean importarlos a su país. Muchos quisieran encerrarnos en casa. Servir de esclava sexual al marido, cocinar para él y educar bien a los hijos, ¿no es ésa la única función de una mujer? Yo nací en Esparta, me aprovecho plenamente de Náucratis y muestro el camino. Acabo de comprar diversas tierras y viñas, por lo que debo contratar a un regidor. ¿Serías capaz de ocupar ese puesto?

—No lo creo.

—Es curioso, pero yo estoy convencida de lo contrario. ¿Aceptas discutirlo, al menos?

—Como gustéis.

—Entonces, vayamos a mi casa.

Kel debía de ser el único varón que no sufría el encanto de la hechicera Zeké. Al seguirla, esperaba obtener informaciones que le permitieran encontrar el rastro de Demos y del antiguo lechero.

Los futuros mercenarios contemplaron a la pareja, que se alejaba.

—Por Afrodita —se extrañó uno de ellos—, ¡ese chiquillo me pasma! ¿Cómo ha conseguido seducir a esa fabulosa yegua?

—No tardará en cocearlo —predijo su camarada.