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Un canal unía Sais con la ciudad griega de Náucratis,[19] situada al oeste de la capital, en el brazo Canópico del Nilo. Allí, Amasis[20] había decidido concentrar el comercio griego, cada vez más floreciente. Hormigueante de vida, acogiendo a helenos de todos los orígenes,[21] Náucratis, ciudad abierta y desprovista de fortificaciones, albergaba varios templos, especialmente el de Afrodita, la diosa equivalente a Isis-Hator, patraña de los marinos y protectora de la navegación.

En el puerto se hablaba griego, y Kel se felicitó por haber practicado diversos dialectos gracias a su profesor, instalado durante mucho tiempo en palacio para enseñar esa lengua al rey y a sus consejeros. El escriba tomó por una estrecha calleja que llevaba al barrio de los artesanos, donde trabajaban alfareros, orfebres, fabricantes de amuletos y de escarabeos y también herreros. Estaban autorizados a producir hojas y puntas de flecha de hierro, destinadas a los mercenarios griegos que formaban las tropas de élite de Amasis.

Kel se dirigió a un anciano que se hallaba sentado delante de su casa.

—Busco al profesor Glaucos.

—Pregunta en el puesto de aduanas. Allí conocen a todos los habitantes.

Amasis cobraba impuestos y tasas sobre las mercancías, y ningún comerciante escapaba a la cohorte de aduaneros.

El escriba prefería evitar cualquier contacto con las autoridades, por lo que preguntó a una decena de artesanos, pero no obtuvo respuesta alguna. Tal vez tendría más suerte consultando a un escribano público o a un sacerdote. Se acercó, pues, al templo de Apolo, muy visible en el centro de su explanada. Estaba rodeado por un muro, y parecía una ciudadela.

Kel vio entonces a un proveedor que, doblado bajo el peso de las vasijas de plata destinadas al santuario que llevaba a cuestas, a duras penas podía caminar.

—¿Puedo ayudaros?

—¡Si pudierais ayudarme a subir la escalera! Estos peldaños son penosos. ¿Vives por aquí?

—Estoy buscando al profesor Glaucos.

—El nombre me suena. Creo que le proporcioné tablillas para escribir el mes pasado. Hacemos la entrega en el templo y te acompaño hasta su casa.

La morada del profesor se hallaba en el extremo de una tranquila calleja, flanqueada por confortables alojamientos ocupados por notables.

Un portero vigilaba el acceso.

—¿Qué quieres, muchacho?

—Ver al profesor Glaucos.

—¿De parte de quién?

—De un antiguo alumno.

Limpio, correctamente vestido y con la actitud de un joven educado, el visitante no parecía un mendigo de baja estofa, de modo que el portero aceptó avisar a su patrón.

—Glaucos te espera.

De acuerdo con la costumbre egipcia, Kel se descalzó y se lavó los pies y las manos antes de entrar en la bonita casa, llena de vasijas griegas de tamaños y formas variados, cuya decoración evocaba algunos pasajes de la Odisea.

Glaucos ocupaba un elegante sillón de madera de ébano. Sus manos estrechaban un bastón.

—Estoy casi ciego —reconoció el profesor—, y no distingo los rasgos. ¿Cómo te llamas?

—¿Os acordáis del escriba Kel?

Una franca sonrisa iluminó el rostro del anciano.

—¡Mi mejor alumno! Eras el único que hablaba varios dialectos griegos y aprendías a una velocidad increíble. ¿Te satisface tu carrera?

—No puedo quejarme.

—¡Algún día entrarás en el gobierno! El rey se fijará, forzosamente, en un superdotado como tú, y acabarás como ministro.

—¿Vuestra jubilación se desarrolla de un modo feliz?

—La vejez sólo tiene inconvenientes, pero dispongo de un personal fiel a mi servicio. Mi cocinero me alimenta bien, y un amigo me lee poesías griegas a diario. La vida desaparece lentamente e intento recordar los buenos momentos. ¿Qué estás haciendo en Náucratis?

—La comida está servida —anunció el cocinero.

—Ayúdame a levantarme —rogó Glaucos.

El escriba y su profesor se dirigieron entonces al comedor, donde degustaron buey estofado con ajo, comino y cilantro. Un vino local, muy aromático, aguzaba el gusto.

—Debo entregar un documento a un colega griego, Demos. Vive desde hace poco en Náucratis. ¿Habéis oído hablar de él?

—Ya no me intereso por los ascensos de los escribas destinados aquí por el rey. Náucratis no deja de crecer, y diariamente aparecen nuevas caras. A decir verdad, mercaderes y militares se llevan la mejor parte.

—Precisamente deseo ponerme en contacto con un lechero de Sais que, al parecer, recientemente ha reanudado su servicio como oficial en Náucratis —precisó Kel.

—¿Te interesa el ejército?

—Simple concurso de circunstancias.

—¡Prueba este pastel de algarroba chafada![22] Es una verdadera maravilla.

El anciano se atiborró de la suculenta golosina y bebió luego una copa de vino.

—Si he comprendido bien, estás cumpliendo una especie de misión secreta.

—Una simple gestión administrativa.

—Mi amigo Ares podría ayudarte. Vive a dos pasos de la fábrica de escarabeos y lo sabe todo sobre el cuartel de Náucratis.