28

El gran consejo estaba al completo: Udja, canciller real y gobernador de Sais; Henat, director del palacio y jefe de los servicios secretos; Pefy, ministro de Finanzas y de Agricultura; el juez Gem, jefe de la magistratura, y Fanes de Halicarnaso, jefe de los ejércitos.

Como de costumbre, Pefy hizo un informe en cifras sobre la economía y se felicitó por los excelentes resultados.

—Sin embargo —concluyó—, deploro el constante aumento de funcionarios. Su número comienza a gravar el presupuesto del Estado.

—Su casta me apoya fielmente —objetó Amasis— y decido, por el contrario, contratar más inspectores del fisco para que hagan seriamente un inventario de las riquezas del país. Antaño sufríamos la competencia de los templos y de su administración. Hoy están reducidos al silencio y hemos recuperado la dirección de los negocios. Exijo también más tasas aduaneras y una declaración obligatoria de las rentas de cada ciudadano, que a partir de ahora pagará impuestos según sus ingresos.

Pefy se indignó.

—Ya hay bastantes impuestos, majestad, y…

—La discusión ha terminado. Esa idea de mis amigos griegos me complace sobremanera, y su aplicación me permitirá pagar mejor a mis soldados. Que los tribunales castiguen con severidad los intentos de fraude.

—Buenas noticias de la isla de Chipre —intervino Henat—. De sus astilleros saldrán muy pronto nuevas embarcaciones mercantes que nos permitirán llegar más rápidamente a Fenicia y a los puertos griegos. Nuestro protectorado militar funciona a las mil maravillas. Por lo que se refiere al tirano Polícrates de Samos, os asegura su amistad. Y el conjunto de las ciudades griegas confirma nuestros tratados de alianza. No obstante, una vez más me permito poner en guardia a vuestra majestad contra la ambición de Cambises, el emperador de Persia.

—¿Alguna novedad?

—No, pero…

—Entonces, confiemos en mi amigo Creso, jefe de la diplomacia persa e indefectible apoyo de Egipto. Si Cambises tuviera intenciones belicosas, seríamos advertidos inmediatamente de ello.

—Tengo el deber de mostrarme desconfiado —insistió el patrón de los servicios secretos.

—¿Sigues dudando de la palabra de Creso?

—En efecto, majestad. El marido de Mitetis, hija del faraón Apries, a quien destronasteis, puede concebir un deseo de venganza.

—¡Tonterías! Esos antiguos acontecimientos han sido olvidados, y el mundo ha cambiado. No habrá choque entre la civilización persa y egipcia, pues todos deseamos vivir en paz.

—Al contrario que Egipto —recordó el canciller Udja—, Persia tiene un espíritu guerrero y conquistador. ¿No tendrá Cambises la intención de implantarse en Palestina y convertirla en un punto de partida para atacar Egipto?

—¡Eso sería una locura! ¿No dispones tú mismo, jefe de mi marina de guerra, de una poderosa arma de persuasión?

—La refuerzo día tras día —afirmó Udja—, y los persas no tienen posibilidad alguna de vencernos.

—Y por tierra tampoco pasarán —tronó Fanes de Halicarnaso—. Propongo una demostración de fuerza presidida por su majestad. La advertencia apagará los eventuales ardores de Cambises.

—Organízala con Udja —ordenó Amasis—. Sólidas alianzas, un ejército de profesionales aguerridos y bien equipados: ésas son mis respuestas a las veleidades de conquista de un joven emperador que tendrá que roer otro hueso. Y Creso acabará de convencerlo de que consolide la paz en vez de lanzarse a una desastrosa aventura.

—Sin embargo —murmuró Henat—, los últimos incidentes…

El faraón se volvió hacia Pefy.

—No consideré útil informarte del asesinato de los intérpretes, pero no se trataba de dejarte al margen. Hoy, dada la gravedad de los acontecimientos, el gran consejo en pleno debe ser alertado. Aquí mismo, en palacio, mi casco de general, símbolo del poder otorgado por el pueblo rebelado contra un mal rey, me ha sido robado. Dicho de otro modo, un usurpador tiene la intención de ponérselo y proclamarse faraón.

—Vos erais general en jefe y el ejército entero os eligió como rey —recordó Fanes de Halicarnaso—. Sigue siéndoos fiel, ningún oficial superior se atrevería a desafiaros. ¡Y cortaré la cabeza, por alta traición, al primer contestatario!

—Preferiría un juicio y una condena en toda regla —intervino Gem.

—Tal vez el peligro provenga de un civil —sugirió Amasis—. Fue un joven escriba el que asesinó a sus colegas. Y tengo la sensación de que esa tragedia está vinculada al robo de mi casco, que es preciso encontrar en seguida sin hacer público el incidente.

—Mis servicios ya están trabajando en ello —reveló Henat.

—Al margen de los miembros del consejo —precisó el monarca—, sólo el sumo sacerdote de Neit está informado del asunto. Sabrá sujetar su lengua, se limitará a sus indispensables actividades rituales y no turbará el curso de la investigación.

—¿Debo encargarme también de este asunto? —preguntó el juez Gem.

—¡Todos los miembros del gran consejo deben colaborar de modo eficaz! —exigió el rey—. ¿Cuándo detendrás, por fin, al tal Kel?

—El registro del dominio de Neit no produjo ningún resultado, majestad, y nadie se atrevería a imaginar que el sumo sacerdote es cómplice de un criminal. El documento anónimo sólo pretendía comprometerlo. Establecida la verdad, sólo podemos detener al culpable y hacerle hablar. Ni el escriba Kel ni su colega Demos me parecen en condiciones de perjudicaros. Sólo son fugitivos acosados. La ayuda del ejército y de los servicios secretos será bienvenida.

—Manos a la obra —ordenó Amasis.

Udja dejó salir a los demás miembros del gran consejo.

—¿Puedo hablaros en privado, majestad?

—Te escucho.

—Vuestro jefe de los servicios secretos es un gran profesional, ¿pero no creéis que se encarga de demasiados expedientes?

—¿Me aconsejas que desconfíe de él?

—No hasta ese punto. Sin embargo…

—¿Te refieres a algún hecho concreto?

—No, es una simple impresión, probablemente errónea. Dada la situación, prefiero confiaros mis dudas antes de que sea demasiado tarde. Vos dirigís y decidís.

—No lo olvido, canciller.