Cuando se abrió la puerta de los archivos del sumo sacerdote Wahibre, Kel se sobresaltó.
¿Iban a detenerlo unos policías?
Sería inútil clamar su inocencia. Así pues, se defendería con uñas y dientes, ya que prefería caer bajo sus golpes a pudrirse en prisión.
—Soy yo, Nitis —anunció la voz melodiosa de la sacerdotisa.
Kel, aliviado, salió entonces de su escondite.
—El asunto ha adquirido un nuevo cariz —reveló la muchacha—. Acaban de robar el tesoro de palacio, el famoso casco con el que un soldado tocó al general Amasis para proclamarlo Faraón. La capital ha sido puesta en estado de alerta, la policía y el ejército están por todas partes, y el sumo sacerdote da instrucciones que pretenden restringir temporalmente la actividad de los templos.
—Amasis teme que un usurpador se toque con el casco y se ponga a la cabeza de los sediciosos, afirmándose como nuevo rey.
—Los generales, comenzando por Fanes de Halicarnaso, son fieles al faraón Amasis, a quien se lo deben todo —objetó Nitis—. ¿Cómo podrían los insurrectos acabar con las fuerzas de seguridad?
—Parece que tenéis razón, pero han robado el casco, privando así a Amasis del símbolo de su poder. Mágicamente, el rey se debilita. Y el ladrón tiene forzosamente la intención de ocupar su lugar. Sólo un alto dignatario ha podido concebir semejante proyecto.
—El rey tiene plena confianza en Gem —precisó Kel—. Se niega a arrebatarle el caso, y considera que el robo del casco y el asesinato de los intérpretes están vinculados.
—¿De qué modo? —se extrañó el escriba.
—Vos sois el vínculo: el asesino y la cabeza pensante de la facción decidida a derribar al monarca.
Abatido, el joven tomó asiento en un taburete plegable.
—¡Tendré que huir, Nitis! ¿Por qué este insensato encarnizamiento contra mí?
—Nada tiene de insensato y corresponde a un plan sabiamente elaborado donde vos ocupáis el papel del culpable ideal.
—¡El faraón en persona exige mi muerte! ¿Y si él mismo hubiera decidido la ejecución de mis colegas?
—Hoy, Amasis aparece más bien como una víctima —recordó Nitis.
Kel puso la cabeza entre las manos.
—¡Una tormenta de arena me impide ver a dos pasos! Todo se vuelve oscuro e incomprensible. Estoy perdido, Nitis. Ella se acercó, y él olió su perfume.
—Intentan haceros perder la razón y el valor, y han prohibido al sumo sacerdote que intervenga. Sin embargo, no permaneceremos de brazos cruzados. Además, ignoran que yo estoy a vuestro lado.
Kel tuvo la sensación de que la sonrisa de la muchacha no era sólo la de una amiga o una confidente, pero se prohibió divagar.
—¡Corréis demasiados riesgos!
—En Egipto, una mujer es libre de actuar a su antojo. ¿Acaso no es ése uno de los más hermosos florones de nuestra civilización?
—No tengo porvenir alguno, Nitis…
—¿Y si encontrarais el casco? Kel se quedó boquiabierto.
—Si creemos a Amasis —le recordó ella—, el robo y los asesinatos están vinculados. Pero ¿dispone de informaciones secretas para afirmarlo? No dejemos vagar nuestra imaginación, salgamos de esta tormenta y volvamos a los hechos.
—Mi mejor amigo, el actor Bebón, está encarcelado por mi culpa. Tal vez haya expirado ya, a menos que haya sido condenado a trabajos forzados en un oasis.
—Trataré de averiguarlo —prometió Nitis—. Lo esencial sigue siendo el papiro cifrado. A mi entender, es lo que buscaban los asesinos. Y siguen buscándolo. He comenzado a estudiarlo utilizando los archivos de la Casa de Vida. Me temo que será una tarea larga y difícil.
—¡Y sin garantías de éxito! —deploró Kel—. Carecemos de un hilo conductor.
—Pero forzosamente existe. Contad con mi paciencia y mi determinación.
¡Cómo le habría gustado estrecharla tiernamente contra sí! Pero ella era la Superiora de las cantantes y las tejedoras de la diosa Neit, una mujer de extraordinaria belleza y de una inteligencia fuera de lo común, destinada a la sucesión del sumo sacerdote. Forzosamente se desposaría con un alto dignatario.
—Hagamos dos copias del documento cifrado —recomendó ella—, y ocultemos el original.
—¿En qué lugar?
—Donde nadie lo busque: en la capilla funeraria prevista para el faraón Amasis, tras su estatua de culto. Vos conservaréis la copia hecha de mi puño y letra y yo me quedaré con la vuestra. Así, ambos podremos trabajar en el documento en cualquier instante.
Kel asintió y ambos jóvenes se pusieron manos a la obra.
De aquellos pocos signos de incomprensible ensamblado dependía el porvenir.
—No olvidemos al lechero ni a Demos —dijo el escriba—. El primero entregó el brebaje mortal y, tal vez, lo envenenó. Por lo que al griego se refiere, su papel sigue siendo oscuro: ¿cómplice o víctima?
—No se encontraba entre los cadáveres —recordó Nitis.
—Como yo, debió de huir temiendo que lo acusaran erróneamente.
—¿Y por qué no bebió la leche?
—Un concurso de circunstancias.
—No creo en la inocencia de vuestro ex amigo.
—Su testimonio será crucial, como el del lechero. Ahora bien, al parecer, uno y otro se encuentran en Náucratis, la ciudad griega del Delta que no deja de crecer gracias a la benevolencia del faraón Amasis. Debo ir allí y encontrarlos.
—¡Si son culpables, os matarán!
—Tomaré precauciones.
—¡Allí no conocéis a nadie! —se preocupó la muchacha.
—Sí, a mi profesor de griego, ya retirado. Su ayuda será decisiva.
—¿No os denunciará a las autoridades?
—No lo creo.
—¡Es demasiado arriesgado!
—Es mi única posibilidad, Nitis.
—Sed prudente, os lo ruego. Y, sobre todo, regresad.