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Deslumbrada aún, Nitis no podía ocultar a su iniciador las graves preocupaciones que turbaban su serenidad. Durante su almuerzo cara a cara, se atrevió a sincerarse.

—Lamento mucho devolveros a los tormentos del mundo exterior —declaró—. Pero dada la gravedad de la situación, necesito vuestro consejo.

La seriedad de la muchacha inquietó al sumo sacerdote.

—He visto a un escriba intérprete, Kel —reveló ella—. Lo acusan de haber asesinado a sus colegas, pero él afirma su inocencia. Y yo lo creo.

Wahibre quedó estupefacto.

—El despacho de los intérpretes es indispensable para la seguridad del Estado —precisó—. Sin él, nuestra diplomacia estaría sorda y ciega. No he sido informado de esa tragedia, por lo que imagino que ha sido cuidadosamente silenciada.

—Kel se considera víctima de una increíble maquinación —añadió Nitis—. Si realmente se trata de una conspiración, forzosamente están implicados altos personajes en ella.

—Un caso criminal de semejante magnitud… ¿No será ese escriba un fabulador?

—Su sinceridad me ha convencido. Último recluta del servicio de los intérpretes, drogado durante un banquete para que despertara tarde y no fuera envenenado también por la leche que solía servir a sus colegas, cometió el error de ceder al pánico y huir llevándose un documento cifrado que probablemente era lo que buscaban los verdaderos asesinos.

—¿Lo ha descifrado?

—Todavía no.

—¿Te lo ha mostrado?

—Sí, pero no comprendí ni una sola palabra.

—¿Por qué no acude a la policía?

—Teme ser suprimido antes de poder explicarse.

—¿Las fuerzas del orden, cómplices de los criminales? ¡Eso es absurdo!

—Si Kel no miente, esa sospecha no puede descartarse.

—¿Desde cuándo conoces a ese escriba?

—Desde… anoche.

—¿Y no pones en duda su palabra?

—Juró que decía la verdad, se expresa de modo directo y tiene una mirada franca. Al principio me mostré incrédula, pero ahora estoy del todo convencida de su inocencia.

El sumo sacerdote guardó un largo silencio.

—¿Acusa a alguien ese escriba?

—Tal vez lo drogó el médico en jefe de palacio, Horkheb. Si es así, ¿quizá obedecía a una cabeza pensante…?

—¿No habrá inventado Kel esa absurda historia?

A la sacerdotisa la invadió entonces una duda cruel. ¿Se habría burlado de ella el joven?

—Estudia el papiro consagrado a las siete palabras de Neit —ordenó el sumo sacerdote—. Yo iré a palacio con la esperanza de aclarar esta pesadilla.

—El director de palacio os recibirá inmediatamente —dijo el secretario particular de Henat al sumo sacerdote.

El jefe de los servicios secretos disponía de un despacho de rara sobriedad: ninguna decoración, un austero mobiliario.

En cuanto cruzaba el umbral, el visitante se sentía incómodo allí.

—¿Problemas, amigo mío?

—¿Han sido asesinados los escribas del despacho de los intérpretes?

Henat evitó la mirada del anciano.

—¡Menuda pregunta!

—¿Está o no fundado ese rumor?

—Me turbáis.

—¿Acaso os prohíben informar al gran sacerdote de Neit?

—¡No, claro que no! Pero la gravedad de la situación…

—De modo que es cierto que ha tenido lugar dicha tragedia.

—Mucho me temo que sí. Afortunadamente, la investigación ha tenido éxito muy pronto, y conocemos la identidad del culpable.

—¿Su nombre?

—Mi deber de reserva…

—¿Debo recordaros quién soy?

—¿Puedo pediros la más extrema discreción?

Wahibre asintió con la cabeza.

—Se trata del escriba Kel, el último recluta del despacho.

—¿Es una certeza o se trata de simples presunciones?

—El juez Gem, cuya integridad y competencia no pueden ser puestas en duda, tiene pruebas irrefutables. Kel tenía un cómplice, el griego Demos, huido también. La policía no tardará en detenerlo.

—¿Por qué mataron a sus colegas?

—Lo ignoramos, aunque estamos impacientes por oírlos.

—¿Sospecháis de un asunto de espionaje?

—Hoy por hoy es imposible descartar definitivamente esa hipótesis, pero no la apoya ningún indicio concreto.

—Privada de intérpretes de alto nivel, ¿no vivirá nuestra diplomacia graves dificultades?

—Su majestad intenta resolverlo.

Naturalmente, Henat llevaba a cabo una investigación paralela y no diría ni una sola palabra. El juez Gem seguía las vías legales, el jefe de los servicios secretos actuaba a la sombra. Y estaba forzosamente convencido, a pesar de su reserva, de que la eliminación del servicio de los intérpretes no se reducía a un acto de locura o a un crimen execrable.

—Tranquilizaos, Henat. No tengo reputación de ser un charlatán.

—¡No he pensado eso ni por un instante, sumo sacerdote! Más vale no inquietar a la población y mostrarse discretos sobre este abominable drama. El juez Gem está de acuerdo en ello y trabaja sin descanso. ¿Acaso lo esencial no consiste en castigar al asesino y reconstruir el servicio de los intérpretes?