Wahibre,[11] el sumo sacerdote de Neit, celebraba todas las mañanas el culto de la diosa con más veneración hacia la divinidad.
Poco antes del alba, se purificaba en el lago sagrado, se enfundaba una túnica blanca y, en el corazón del santuario, procedía a despertar en paz a la Gran Madre de la que brotaba la luz secreta, fuente de las múltiples formas de vida.
Ese deber cotidiano no molestaba en absoluto a Wahibre, al contrario. Consciente de participar en el mantenimiento de la armonía en la tierra y de luchar contra las fuerzas de la destrucción, el sumo sacerdote agradecía al destino que le concediese tanta felicidad. Así, velaba por cada detalle, para que el ritual fuera la obra de arte más perfecta posible.
A su modo de ver, nada igualaba la potencia espiritual de las pirámides del Imperio Antiguo. Sin embargo, apreciaba el esplendor del templo principal de Sais, antigua ciudad elevada al rango de capital. En el centro de la mitad occidental del Delta, ocupaba una posición estratégica, causa de su impresionante desarrollo desde hacía algunos decenios. El puerto, protegido por el muro de los Milesios,[12] acogía impresionantes navíos de guerra, prueba de la capacidad defensiva de Egipto.
El sumo sacerdote confiaba en el faraón Amasis para asegurar la salvaguarda de las Dos Tierras. El rey era un monarca experimentado, un buen gestor, un ex general que detestaba la guerra, y había consolidado una paz a menudo amenazada. A pesar de su carácter belicoso y de su sed de conquistas, los persas no se atreverían a atacar a un adversario demasiado coriáceo.
Desprendiéndose de las realidades exteriores, Wahibre se felicitaba por la atención que el soberano dedicaba al templo de Neit. Éste era semejante al cielo en todas sus disposiciones, albergaba la asamblea de los dioses y las diosas, y se había beneficiado de numerosas mejoras: un propileo, una avenida de esfinges, colosos reales, un lago sagrado de sesenta y ocho codos de largo y sesenta y cinco codos de ancho,[13] dos establos dedicados a Horus y a Neit, un lugar de reposo para la vaca sagrada de la diosa, y diversas restauraciones efectuadas con enormes bloques de granito procedentes de Elefantina.
En el interior del templo se levantaban varias estatuas de Neit, tocadas con la corona roja del Bajo Egipto, símbolo del nacimiento y el desarrollo del principio creador. Sujetaba dos cetros, Vida y Potencia.[14] Asistida por las efigies de sus hijos[15] y de sus hijas,[16] la soberana de los grandes misterios abría a los iniciados las puertas del cielo.
Su función no consistía en propagar una doctrina ni en convertir, sino en prolongar la obra de Maat llevando a cabo correctamente los ritos de la Primera vez, de ese instante perpetuamente renovado en el que se había revelado la luz del Verbo. Su energía se concentraba en el santuario y debía ser manejada por especialistas que tomaran precauciones extremas.
Una vez terminado el oficio matutino, Wahibre acudió al taller de tejidos. Algunas sacerdotisas preparaban allí las telas utilizadas en la celebración de los ritos osíricos, y la más joven, Nitis, no era la menos hábil. Siempre a la escucha de sus Hermanas, animada por un júbilo interior y una luz que apaciguaba a los irritables y devolvía el vigor a los dolientes, Nitis consumaba una especie de milagro: conseguir, en su favor, la unanimidad de la jerarquía.
Al ver al sumo sacerdote, las tejedoras se levantaron e hicieron una reverencia.
—Ven, Nitis, tengo que hablarte.
La muchacha siguió a Wahibre hasta un edificio llamado la «Casa de Vida».[17] Estaba rodeado por altos muros y sólo era accesible a los iniciados a los misterios de Isis y de Osiris.
—Ha llegado el momento de cruzar esta puerta —anunció el sumo sacerdote.
Nitis estuvo a punto de retroceder.
—Soy demasiado joven aún, yo.
—Te nombro Superiora de las cantantes y las tejedoras de Neit. En el interior de la Casa de Vida descubrirás los archivos sagrados, preservados desde el nacimiento de la luz, y los textos rituales que debemos reformular sin cesar. Soy viejo y estoy enfermo, y la transmisión del conocimiento debe efectuarse. Por eso consumo tu formación, para que puedas sucederme.
El peso del templo entero gravitaba de pronto sobre los hombros de la frágil muchacha.
—Señor, yo…
—Mil protestas serían inútiles. Al desarrollar tu magia y tu sentido de lo abstracto, tú misma has provocado esta irrevocable decisión. No deseé más que tú ocupar altas funciones. Debes olvidar toda ambición, servir a los dioses y no a los humanos. Sólo este rigor te permitirá soportar tu carga.
La puerta de la Casa de Vida se abrió.
Un sacerdote calvo recibió a Nitis y la llevó hasta el centro del edificio, un patio cuadrado donde la joven contempló el símbolo de Osiris resucitado.
Luego, Wahibre le hizo descubrir los textos formulados por los antiguos videntes, a partir de los cuales se había formado la espiritualidad egipcia. La muchacha se impregnó de aquellas palabras de poder, consciente de que nunca agotaría su significado.