13

Con dieciocho años de edad y los ojos de un azul profundo, casi irreal, Nitis se consagraba al servicio de Neit desde su adolescencia. Cantante y tejedora, había descubierto que la diosa encarnaba el ser por excelencia, «Madre de las madres» y «Padre de los padres» a la vez. Neit, marea creadora, energía primordial, tejía a cada instante el universo. La muerte y la vida estaban en su mano y, al modelar los tejidos rituales, los iniciados prolongaban su obra.

La muchacha vivía en la modesta morada familiar, próxima al gran templo de la diosa. Su madre acababa de desaparecer, tras una larga viudez. Nunca se había recuperado de la muerte de su marido, un carpintero que había sido víctima de un accidente. Si se mostraba digna de los grandes misterios, la joven residiría en el interior del dominio sagrado. Pero aún debía pasar la prueba, trabajar con rigor y paciencia y demostrar que era merecedora de su ideal.

Tras haber cruzado el muro, se dirigió hacia su domicilio. Mientras pensaba en un texto simbólico, evocando las dos flechas entrecruzadas de Neit, uno de los emblemas de la diosa, la abordó un joven.

—Perdonad que os importune. Mi nombre es Kel y deseo hablaros de un asunto importante.

Nitis no había olvidado aquella mirada grave.

—Erais uno de los invitados al banquete organizado por el ministro de Finanzas, ¿no es cierto?

—En efecto. Y creo que todas mis desgracias proceden de allí. Sin vuestra ayuda, estoy en peligro de muerte.

El propio Kel se asombraba ante su audacia. ¿Cómo se atrevía a dirigirse así a una sacerdotisa de Neit, cuya belleza y encanto lo subyugaban?

—Parecéis muy alterado —observó ella.

—En nombre de Faraón, os juro que soy inocente de los crímenes de que me acusan.

Kel había corrido todos los riesgos.

O Nitis aceptaba escucharlo, o lo despedía. Pero ¿cómo podría reprocharle que no concediera su confianza a un desconocido de comportamiento sospechoso e inquietantes declaraciones?

—Venid a mi casa.

Él sintió deseos de tomarla en sus brazos y besarla, pero logró contener ese impulso, que nunca antes había sentido.

El barrio residencial estaba muy tranquilo. Aquí y allá, se encendían lámparas de aceite y se preparaba la cena.

Nadie vio a Kel cruzando el umbral de la morada de Nitis, de desnudo interior.

—Prostrémonos ante los antepasados —exigió ella—, y solicitemos su sabiduría.

Ambos muchachos se arrodillaron, uno junto a otro, ante dos bustos de calcáreo que representaban a un hombre y a una mujer. Elevaron sus manos en señal de veneración, y Nitis pronunció la fórmula ritual que celebraba la luz emanando del más allá para iluminar el camino de los vivos.

El perfume de la sacerdotisa embriagó a Kel. Sutil mezcla de mil aromas en la que predominaba el jazmín, era a la vez dulzura y fuego.

—¿Tenéis hambre? —le preguntó ella.

—No puedo quedarme en vuestra casa, debo…

—Me lo contaréis todo ante una buena comida. Dais la impresión de estar agotado.

—No quiero poner en peligro vuestra reputación, y…

—Vivo sola, nadie sabe que estáis aquí.

—Entonces… ¿me creéis? Nitis sonrió.

—No conozco aún los detalles de vuestra historia.

Pasaron a la estancia de recepción, provista de sillones y de una mesa baja de rara elegancia. Nitis apreciaba el desnudo estilo del mobiliario del Imperio Antiguo, retomado por algunos artesanos contemporáneos.

La muchacha sirvió varios platillos: cebollas dulces, pepinos, berenjenas gratinadas, pescado seco, higos, pan tierno y vino tinto de los oasis.

A pesar del hambre que sentía, Kel intentó no devorarlo todo.

Nitis comía, se expresaba y se movía con la misma distinción, alianza de la feminidad y la magia. A él le habría gustado contemplarla durante horas, convertirse en su sombra y no separarse ni un solo instante de ella.

—¿Qué os sucede, Kel?

Él vació una copa de vino para armarse de valor.

—Era el último recluta del despacho de los intérpretes de Sais.

—¿Tan joven?

El escriba se ruborizó.

—Trabajar es mi única pasión, y tuve suerte.

—¿No habría que hablar, más bien, de una competencia precoz y excepcional?

—Intentaba mostrarme a la altura de las responsabilidades que el jefe del servicio me confiaba. Y heredé un extraño papiro codificado, que resiste los intentos de descifrado. Aquí está.

Kel sacó el documento de un bolsillo de su túnica. Nitis le echó una ojeada y, a pesar de sus conocimientos, no consiguió leer una sola palabra.

—Tal vez todos mis colegas fueron asesinados a causa de este texto.

—¿Asesinados?

—Con leche envenenada, a excepción de mi amigo griego, Demos, que ha desaparecido al igual que el lechero. La policía me acusa a mí de ser el asesino. Dos días antes de la tragedia, el último miembro de mi familia pereció en un incendio que se declaró en su casa. La víspera, durante el banquete, me drogaron. De modo que llegué tarde al despacho. Y he aquí al culpable ideal.

La sacerdotisa contempló largo rato al escriba. De su decisión dependía su destino.

—Creo en vuestra inocencia, Kel.