Agotado y hambriento, Kel dejó por fin de correr. Había salido de Sais, por instinto, en dirección a su aldea natal, cercana a la gran ciudad. Una vez detenido Bebón, encarcelado, tal vez eliminado por unos policías cómplices de los asesinos, se encontraba solo y sin aliado.
¿Dónde hallar refugio sino junto a un viejo tío, el último miembro de su familia que aún vivía? Puesto que tenía una pequeña explotación agrícola, tal vez le concediera hospitalidad, por algunos días al menos. Kel se vería obligado a explicarse, con la esperanza de resultar convincente. Ver de nuevo una verde campiña, sembrada de palmerales y de huertos bien cuidados, lo serenó. Se cruzó con campesinos y con sus asnos, cargados de cestos llenos de legumbres, y saludó a los hortelanos que trabajaban allí. Bajo un clemente sol, la vida fluía inmutable y apacible.
¿Acaso no estaría siendo presa de una pesadilla que muy pronto iba a disiparse? Lamentablemente, cerrar los ojos, adormecerse y despertar no bastaba. La atroz realidad seguía haciendo que se le formara un nudo en la garganta.
En la entrada del pueblo vio una aglomeración: hombres y mujeres mantenían una animada discusión. Un tiparraco, alto y delgado, levantaba los brazos al cielo, al tiempo que una vieja lo apostrofaba.
Luego el tono bajó y se dispersaron.
A la sombra de una palmera, Kel aguardó el duradero regreso de la calma, y a continuación se dirigió hacia las casitas blancas sombreadas por sicómoros. Allí, sus parientes habían vivido felices antes de partir hacia el bello Occidente, donde su alma vivía en compañía de los Justos. El escriba recordó los juegos de su infancia, los baños, las carcajadas, las enloquecidas carreras. Participar en las cosechas no era un castigo, sino un placer. ¡Y cómo le gustaba encargarse de los cerdos y las ocas! Su inteligencia lo fascinaba, y pasaba horas y horas hablando con ellos. Su porvenir de campesino parecía decidido ya.
Sin embargo, una noche de fiesta, el escriba encargado de las cosechas le mostró algunas líneas de escritura. Y, de pronto, otro mundo se abrió ante él.
Nada era más importante que aquellos signos, el pincel que servía para trazarlos, los cubiletes de tinta y la goma de borrar.
Desafiando la hostilidad de sus padres, el pequeño Kel se había presentado, sin la menor recomendación, en la escuela de los escribas del templo vecino. Y allí, el director, desdeñando las recriminaciones de sus colegas, lo había admitido dictando sus exigencias.
Estudioso, deseoso de aprender, infatigable, Kel se había convertido muy pronto en el mejor de sus alumnos. Puesto que no deseaba malograr un elemento de valor excepcional, el director le había hablado de él a un profesor de Sais. Hechas las comprobaciones, el muchachito atesoraba muchos dones fuera de lo común. Kel, atrapado en una especie de torbellino, no olvidaba su aldea.
Ahora, al volver a verla, ¿debía deplorar su destino? No, intentaba llevar a cabo un ideal y ninguna pesadumbre permitiría que le venciera la adversidad.
El tiparraco le cerró el paso.
—Tú no eres de aquí.
—Te equivocas.
—¿Te manda la policía?
Kel sonrió.
—Tranquilízate, sólo vengo a ver a mi tío.
El tiparraco frunció el ceño.
—¿Cómo se llama?
—El Resistente.
—¡Ah!… ¿No estás al corriente?
—¿Qué debo saber?
—¿Tienes hambre?
—Tengo el estómago vacío.
—Ven a comer a casa. Mi esposa cocina el mejor estofado de la provincia.
El tiparraco no alardeaba: pedazos de cordero, berenjena rellena y salsa de comino conformaban un plato suculento. Y el vinacho local, un tinto espumoso, no desentonaba en aquel banquete.
Una vez dichas las banalidades, Kel fue directamente al grano:
—¿Tiene problemas mi tío?
Se hizo un pesado silencio.
—Dile la verdad —exigió la esposa del tiparraco.
—Su casa ardió y murió en el incendio. La mayoría de los aldeanos quieren creer que fue un accidente, pero yo vi a un extranjero pegándole fuego. Y nuestra decana me impide hablar de ello a la policía.
—Tiene razón —intervino su mujer—. Eso nos traería problemas. Esas historias no son cosa nuestra. Ocúpate de tu familia y sujeta tu lengua.
—¿Cuándo se produjo la tragedia? —preguntó Kel.
—Hace dos días.
De pronto lo veía todo claro como el agua.
Nada se debía al azar.
Los asesinos habían elegido a Kel como víctima y habían suprimido, en la persona de su tío, su única posición de repliegue. Durante el banquete que precedió al drama, como Bebón suponía, lo habían drogado, de modo que despertara a media mañana y llegara con retraso al despacho. Asesino designado, Kel no tenía posibilidad alguna de escapar a la justicia. Y nunca se identificaría a los verdaderos culpables.
—Gracias por vuestra acogida; ahora debo partir.
—¿No comes más estofado?
—Es una maravilla, pero no tengo tiempo.
De modo que la invitación al banquete era la última etapa de la maquinación concebida por uno o varios personajes influyentes, lo bastante cercanos al poder como para conocer la importancia del despacho de los intérpretes.
¿Quién podía ayudar a Kel en la identificación de los notables presentes en aquella velada? Y en ese instante se le apareció el rostro de Nitis, la hermosa sacerdotisa.