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El faraón Amasis reinaba desde hacía cuarenta y un años.[4] Superados ampliamente los sesenta, no se parecía ya al orgulloso y temible general que, llevado por el entusiasmo de sus hombres, se había apoderado del trono de Egipto en detrimento de Apries, aliado del príncipe libio de Cirene y en lucha contra los griegos.

El general, que había nacido en Siuf, en la provincia de Sais, gozaba de una inmensa popularidad. A diario pensaba en aquel increíble momento en que el ejército, amotinado contra Apries, había decidido elegirlo como nuevo faraón, coronándolo con un casco piadosamente conservado en palacio.

¿Tenía que aceptar e iniciar una guerra civil? Al menos, nadie podría reprocharle a Amasis que hubiese maltratado a su infeliz rival. Vencido y muerto junto a Menfis, Apries había tenido derecho a unos funerales regios.

De ese penoso conflicto habían nacido la paz y la prosperidad. Sin embargo, Amasis, un usurpador procedente del pueblo, había sufrido durante mucho tiempo el desprecio de las clases dirigentes. ¿Cómo someterlas, salvo ridiculizándolas? El rey se reía aún, pensando en la estatua divina, de oro, ante la que se inclinaban los viandantes. Jubiloso, reveló su origen: ¡los restos de un barreño destinado a lavarse los pies! «Yo —había dicho— he sido transformado del mismo modo que este objeto. Hombre bajo, primero, me he convertido en vuestro rey. ¡Respetadme, pues!»

Ahora Amasis, respetado, venerado incluso, reinaba sin discusión sobre un país poderoso que contaba con tres millones de habitantes.[5] Sacerdotes, escribas, artesanos, campesinos y soldados no se preocupaban ya de los orígenes de su soberano y de su golpe de Estado.

A algunos altos funcionarios no les gustaba en absoluto su modo de gobernar pero, a su edad, ya no iba a cambiar. Por la mañana, muy pronto, a la hora en que se animaban los mercados, examinaba rápidamente los expedientes, adoptaba las decisiones necesarias y se reunía luego con sus invitados ante una suculenta comida, siempre bien regada. Olvidando las preocupaciones del poder, Amasis se tomaba el mayor tiempo posible de ocio. A quienes calificaban su conducta de inconveniente y le reprochaban su ligereza, les respondía: «Cuando se utiliza un arco, se tensa; después de usarlo, es preciso destensarlo. Si estuviera perpetuamente tenso, se rompería. Del mismo modo, si un rey trabajara sin cesar, se volvería estúpido. Por eso divido mi tiempo entre el Estado y los placeres».

Y ese método daba excelentes resultados. Los egipcios no carecían de nada y, gracias a la política internacional de su soberano, gozaban de una paz duradera. Con el fin de evitar una nueva invasión,[6] Amasis se apoyaba en sólidas alianzas con los griegos y no perdía una ocasión de manifestarles su solicitud. Así, cuando se produjo el incendio del templo de Delfos,[7] el faraón fue el primero en ofrecer una sustancial ayuda para la reconstrucción del santuario. Rodas, Samos, Esparta y otras ciudades apreciaban la generosidad del señor de Egipto, cuyo ejército se componía esencialmente de mercenarios griegos, bien alojados y bien pagados.

Y el faraón se había casado con una princesa de la familia real de Cirene, inspiradora de un notable proyecto: el desarrollo de la ciudad costera de Náucratis, donde se concentrarían las actividades comerciales con Grecia.

Cuando el rey se disponía a disfrutar de un apacible paseo en barca por un canal cercano a su residencia, el jefe de los servicios secretos, Henat, solicitó una entrevista urgente con él. Amasis detestaba ese tipo de contratiempos.

—¿Qué pasa ahora?

—Dos noticias importantes, majestad.

—¿Buenas o malas?

—Digamos que… inquietantes.

El paseo se había estropeado. Cansado ante la idea de tener que resolver rápidamente arduos problemas, Amasis se sentó pesadamente en un sillón de brazos.

—Ciro, el emperador de Persia,[8] ha muerto —declaró gravemente Henat—. Lo sucederá su hijo, Cambises.

El faraón se sorprendió. Tras haber aplastado a Creso, aliado de los egipcios, Ciro había fundado un inmenso imperio cuyos límites eran el Indo, el mar Caspio, el mar Negro, el Mediterráneo, el mar Rojo y el golfo Pérsico. Ampliaba sin cesar su flota de guerra, su infantería y su caballería, pero no se atrevía a atacar Egipto, poderosamente armado. Como Amasis preveía, Ciro se había limitado a su vasto territorio y había puesto fin al tiempo de las conquistas.

—¿Qué se sabe de Cambises?

—Ha gobernado Babilonia con mano de hierro y ha prometido seguir los pasos de su padre.

—¡Podemos estar tranquilos, entonces!

—Tal vez se trate de retórica, majestad.

—¿Cambises ha mantenido a nuestro gran amigo Creso a la cabeza de la diplomacia persa?

—En efecto.

—Así pues, el nuevo emperador quiere la paz.

El destino del rey de Libia, Creso, era singular. Autor de una reforma monetaria que lo había enriquecido, se mostraba como un generoso protector de los templos, los filósofos y los artistas, y, hasta el ataque persa, creía vivir para siempre la apacible existencia de un rico déspota.

Babilonia, comprometida sin embargo por un tratado de alianza, no se movió. Y las tropas egipcias llegaron demasiado tarde. Ante la sorpresa general, Ciro respetó al rico Creso y le concedió, incluso, un pequeño territorio. Más aún, ¡lo nombró jefe de la diplomacia! Convertido en el fiel servidor de su vencedor, Creso no escatimaba elogios sobre la grandeza de Persia y garantizaba a Egipto una eterna coexistencia pacífica.

—¿Debo recordaros, majestad, que Creso se casó con Mitetis, la hija de Apries, el faraón al que vos sucedisteis?

—¡Ésos son lejanos acontecimientos ya olvidados!

—¿No se mostrará el joven Cambises más ambicioso y conquistador?

—Creso lo calmará. Conoce mi red de alianzas y sabe que los griegos defenderían siempre a Egipto contra Persia. Atacarnos sería un suicidio.

—Majestad, sin embargo, quiero subrayar el peligro y…

—Caso cerrado, Henat. ¿Y la segunda noticia?

—Acaba de cometerse una horrenda matanza. El rey se crispó.

—¿Una insurrección?

—No, el asesinato de todos los miembros del despacho de los intérpretes. En fin, de casi todos. Dos de ellos se han salvado. Estamos buscándolos.

—¿Está entre las víctimas el jefe del servicio?

—Desgraciadamente, sí.

Amasis pareció abrumado.

—Lo apreciaba mucho. Era incorruptible, capaz de seleccionar a los mejores escribas y de llevar a cabo un trabajo impecable. Perdemos a un hombre valioso, muy valioso. ¿Quién y por qué ha cometido esos crímenes?

—El juez Gem se encarga personalmente de la investigación.

Amasis refunfuñó.

—Lo puse a la cabeza de la magistratura a causa de su integridad, pero es de edad avanzada y lento de espíritu. ¿No supera su capacidad un asunto de tal importancia?

—Vos decidís, majestad.

—¡No me halagues ahora, Henat! ¿Y tu opinión?

—Nunca nos hemos visto frente a una tragedia de semejante magnitud. ¿Se trata del acto de un loco, de una venganza o de un atentado contra la seguridad del Estado? Aún no sé nada. El juez Gem seguirá con sus investigaciones, a su modo, y yo al mío. Haremos todo lo posible para descubrir la verdad.