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Mientras los policías buscaban documentos contables entre los archivos esparcidos, el jefe de los guardias, ausente la mañana del crimen, examinaba los cadáveres.

Tenía el corazón en un puño, y le costaba contener la emoción.

—Los conocía a todos… ¿Quién ha podido cometer semejante atrocidad?

—Dominaos —le recomendó el juez—. Faltan dos escribas, y quiero sus nombres.

—Dos de ellos se han salvado… Sí, Demos y Kel.

—Habladme de ellos.

—Demos es un griego de veinticinco años. Muy apreciado, trabaja aquí desde hace tres, bajo la dirección del especialista en diplomacia. Es cortés, amable, elegante, y no tardará en ascender en la jerarquía.

—¿Casado?

—No, soltero.

—¿Algún dato sobre su vida privada?

—Nada por mi parte. Tal vez el jefe de servicio tuviera un expediente.

Gem se volvió hacia Henat.

—¿Era ésa la costumbre?

—Sí.

—¿Os entregaba una copia?

—El reglamento asilo exige.

—Me gustaría consultarla.

—Será necesario un permiso de palacio.

—Concedido —intervino Udja.

El jefe de los servicios secretos se dirigió a su asistente:

—Entregad al juez todos los expedientes referentes a los intérpretes.

Gem se quedó asombrado.

—¿Habíais previsto que os lo pidiera?

—Cuando el gobernador de Sais exigió mi presencia a causa de varios crímenes cometidos en el despacho de los intérpretes, pensé en seguida que el investigador exigiría esos documentos.

El juez consultó el expediente de Demos. Era el retrato del funcionario modelo.

—¿Y el otro, ese tal Kel? —le preguntó al jefe de los guardias.

—Un joven brillante, superdotado incluso, el último recluta del servicio. Su excepcional capacidad despertaba envidia, pero demostraba tanta entrega en el trabajo que los envidiosos se limitaban a murmurar. Y Demos lo animaba a seguir así, sin tener en cuenta las acidas observaciones de algunos de sus colegas.

—¿Demos y Kel eran amigos, pues?

—Les gustaba charlar.

—Cómplices —masculló el juez, al tiempo que leía el expediente de Kel—. Diecinueve años, hijo de un campesino descubierto por un notable, una beca para estudiar en Sais, la escuela de los escribas, resultados notables, progresos de extraordinaria rapidez, don de lenguas, una inmediata integración en el servicio, rigor, valor y sentido del deber. Y muy pronto, de acuerdo con las anotaciones de su jefe, un ascenso. En resumen, un futuro escriba real digno de participar en el gobierno de Egipto.

—¿Habéis oído hablar del tal Kel? —le preguntó a Henat.

—No.

—Y, sin embargo, el jefe del servicio no escatima elogios al hablar de él.

—Pocas veces se equivoca, aun mostrándose extremadamente prudente. Sin duda aguarda la confirmación de sus intuiciones antes de indicarme el caso de ese muchacho.

El juez, turbado, no tenía ante sí la descripción de dos criminales capaces de cometer semejante matanza. Sin embargo, seguían siendo sospechosos.

Puesto que los expedientes incluían sus direcciones, ordenó a los policías que fueran a sus casas de inmediato.

—Tal vez estén acostados —aventuró Udja.

—En ese caso se los abordará con tiento.

—¿Y si intentan huir? —intervino Henat.

—¡Entonces prescindiremos del tiento!

—Juez Gem, necesitamos vivos a esos hombres. Suponiendo que estén implicados, mucho o poco, en estos crímenes, su testimonio será muy valioso.

—¿Por quién me tomáis? No estamos en un país de bárbaros y respeto la ley de Maat.

—Nadie lo duda.

Gem dirigió una mirada furibunda al jefe de los servicios secretos, cuya actuación resultaba a veces oscura.

—He aquí los documentos contables —dijo un policía, satisfecho de su hallazgo.

Todos los gastos eran cuidadosamente anotados, desde la compra de papiros de diversas calidades hasta las jarras de leche diarias.

—Aquí tenemos el nombre del lechero —advirtió el juez—: el Terco.

—Lo conozco —dijo el policía—, y merece su apodo. Pero proporciona excelentes productos al mejor precio. Su establo se encuentra cerca del templo de la diosa Neit.

—Traedme en seguida a ese tipo —ordenó Gem.