Gracias a la eficacia de los hombres del gran intendente, el regreso a Tebas se había efectuado de manera segura. A un extremo del muelle y al abrigo de las miradas, Kel había cambiado su lujosa túnica por un taparrabos de campesino. Tomando cada cual un camino distinto, el escriba y el actor, junto con Viento del Norte, regresaron a su refugio, donde los aguardaba Nitis. Por la mirada del escriba, la muchacha lo comprendió.
—¡Lo has logrado!
Ambos amantes se abrazaron con ardor, Bebón sacó rápidamente los vasos de las albardas y rogó a Viento del Norte que montara guardia en el exterior.
—Cuando hayáis terminado con vuestras efusiones —dijo el cómico—, nos pondremos manos a la obra.
El primer vaso, que reproducía una cabeza de hombre, contenía el hígado del difunto. Llamado Imset, abría para el alma el camino del cielo del sur. El segundo, una cabeza de babuino, Hapy, albergaba el bazo y el estómago, y garantizaba un feliz paso a Occidente. El tercero, Duamutef, una cabeza de chacal, contenía los pulmones y la tráquea, y correspondía a la luz del norte. Finalmente, Kebehsenuf, una cabeza de halcón, protegía los intestinos, los vasos y los conductos extraídos al cadáver por el embalsamador. Su poder permitía vivir el oriente.
Juntos, los cuatro hijos de Horus participaban en el proceso de transmutación de los despojos mortales del individuo en cuerpo osírico inmortal. Asociados, recomponían el interior del ser de Osiris y lo devolvían a la vida durante la celebración de los ritos.
Quedaba por descubrir el código que aquellos cuatro vasos albergaban.
Kel leyó los textos, perfectamente claros. Aquellos genios benefactores rechazaban los agresores visibles e invisibles, velaban permanentemente por el «justo de voz», lo conducían a un nuevo despertar y preservaban su vida más allá de la prueba de la muerte.
Pero no había ni rastro de escritura cifrada.
No obstante, a la decepción inicial le sucedió la voluntad de desvelar el misterio.
—El destinatario de estos objetos dominaba los jeroglíficos —recordó Kel—. Intentemos invertir el sentido de la lectura.
Fracaso absoluto.
Sucesivamente, Kel y Nitis intentaron, en balde, aplicar algunas plantillas de descifrado.
Ni el menor resultado.
—Nos equivocamos de método —consideró la muchacha—. ¿Y si el secreto se encontrara en los propios signos?
Bebón y Kel acercaron las antorchas a los vasos. La luz puso de manifiesto los jeroglíficos.
—¡Miradlo bien! La I, inicial de Imset, la H, de Hapy, están grabadas mucho más profundamente que las demás letras.
—IH… , ¿hará referencia al sistro de las divinidades? —se preguntó el escriba.
—Los nombres de los dos últimos hijos de Horus no comportan esa anomalía —observó la sacerdotisa—. Pero su significado me parece rico en enseñanzas. Duamutef es «El que venera a su Madre», es decir, Isis-Hator, que encarna la Divina Adoratriz, uno de cuyos principales actos rituales consiste en manejar los sistros para rechazar el mal.
—¿Y Kebehsenuf? —preguntó Bebón, impresionado.
—Es «El que refresca a su hermano», Osiris resucitado por el agua celestial.
—No hemos avanzado mucho —deploró el actor.
—¡Al contrario! Procurando estos elementos a la Divina Adoratriz, sin duda podrá proporcionarnos la última clave, es decir, su propio sistro, o sea, el agua de regeneración del lago sagrado. Sólo nos queda superar una etapa antes de conocer la verdad.
—Una etapa que, desgraciadamente, es insuperable —estimó Bebón—. El juez Gem ha transformado Karnak en un campamento fortificado. Evidentemente, quiere aislar a la Divina Adoratriz, aunque esté agonizando, y no permitir que nos ayude.
—Tengo una idea —afirmó Kel.
El actor se mordió los labios. ¡De nuevo podían esperar lo peor!
Bebón no quedó decepcionado. El plan del escriba era fruto de la peor demencia.
—Sólo hay una dificultad —concluyó—: transmitirlo a Chechonq.
—¡Insuperable!
—Tú tienes la solución —afirmó Nitis.
—¡No cruzaré el cordón policial! —objetó Bebón.
—Tú, no. Pero tu amiga Aurora podría lograrlo.
Volver a ver a una mujer hermosa no disgustaba al cómico. Evocarían agradables recuerdos y saborearían el momento presente; en cuanto al resto, la apicultora decidiría.
El juez Gem estaba deprimido, pues debía verificar una decena de rumores y denuncias. En Tebas, eran centenares los que habían visto al escriba Kel y a sus cómplices, cuyo número variaba considerablemente según los testimonios. ¡Y todas esas investigaciones no daban ningún resultado!
Se burlaban de él. Por instigación del gran intendente, la ciudad entera se coaligaba contra el representante del Estado y le impedía llevar a cabo su misión. ¿Y si la emprendía directamente con Chechonq? Sería inútil. Los tebanos veneraban a la Divina Adoratriz y admiraban a su primer ministro.
¿Era Bebón un espía al servicio de Henat, encargado de infiltrarse en la organización de Kel? ¡Vana esperanza! Ya habría vendido al escriba y cobrado una fuerte recompensa.
El juez, en territorio hostil e impotente a pesar del despliegue de policías y soldados, a veces sentía una especie de vértigo. No dudaba de la culpabilidad de Kel, pero se preguntaba si el escriba no habría sido manipulado. Los documentos cifrados que el magistrado poseía permanecían mudos, y faltaban algunas explicaciones.
¿Acaso el poder lo había manipulado también a él? ¡Imposible! El calor, la fatiga y los fracasos eran el origen de aquellas divagaciones, indignas del jefe de la magistratura.
Gem volvió al trabajo y consultó la lista de los visitantes del gran intendente. Lamentablemente estaban todos identificados. Sin embargo, los conspiradores tenían que ponerse en contacto con él. De modo que el juez confió en su principal virtud: la paciencia.
Bebón era un inútil y un mentiroso, pero también un maravilloso amante. Y Aurora no lamentaba haber cedido una vez más. Había pasado una noche apasionada y divertida a la vez, y habría deseado poder retener a aquel imprevisible cómico.
Tras aquellos momentos de placer, ¿cómo negarle el favor que le pedía, tanto más cuanto apreciaba a la muchacha que la había ayudado a transportar los botes de miel?
Al ocaso, la apicultora se presentó frente a los policías que custodiaban la villa de Chechonq.
—Traigo un pedido para el gran intendente —afirmó.
—Espera, avisaremos a su mayordomo.
Éste, importunado mientras preparaba un banquete, no ocultó su irritación.
—¿De qué se trata?
—Quiero ver al gran intendente.
—¿Por qué motivo?
—Yo misma se lo diré. Si te importa tu cargo, no me despidas.
Desconcertado, el mayordomo prefirió no correr riesgos y se aventuró a molestar a su patrón, que rápidamente reconoció a la apicultora.
—No te he encargado nada —se extrañó Chechonq.
—Recordad que necesitabais un bote de mi mejor miel —dijo Aurora con gravedad—. ¿Acaso no posee extraordinarias virtudes?
—Ahora lo recuerdo, en efecto.
Chechonq no había tardado en comprender. Sin dejar a nadie el cuidado de abrir el bote, encontró en él una tablilla de madera cubierta de jeroglíficos trazados por la mano de Kel.
La proposición del escriba era pasmosa.
El gran intendente la sometería, sin embargo, a la Divina Adoratriz, que sin duda la juzgaría inaceptable.