El especialista del Libro de salir a la luz se alegraba de compartir una excelente comida con su amigo íntimo, el gran canciller Chechonq, y de evocar la arquitectura final de aquella antología de 165 capítulos, heredera de los Textos de las pirámides y de los Textos de los sarcófagos. La primera parte estaba consagrada a los funerales, la segunda al viaje del difunto hacia los paraísos, la tercera al tribunal de las divinidades y a la revelación de los misterios a los «justos de voz», y la cuarta reunía fórmulas de conocimiento, provistas del poder del Verbo. Los beneficiarios elegían cierto número de capítulos, ilustrados con admirables viñetas, y esos extractos valían por el todo. Chechonq, un agudo teólogo, se interesaba por cada detalle y ofrecía al erudito nuevas formulaciones de antiguas ideas. Así, ponía de manifiesto la importancia de la fusión simbólica de Ra, sol diurno y luz creadora, y Osiris, sol nocturno y luz de la resurrección.
Sin embargo, pensar no impedía comer bien. ¿Acaso los justos no participaban en un eterno banquete cuyos alimentos eran proporcionados por las barcas solares? El técnico, vestido con una inmaculada túnica de lino, discretamente perfumado y calzado con sandalias nuevas, salió de su villa pensando en el papiro que muy pronto iba a terminar. Se trataba de un trabajo de alta precisión que exigía un perfecto conocimiento de los textos y una mano segura.
Sumido en sus reflexiones, cruzó un pequeño palmeral, próximo a la vasta morada de Chechonq. Pero, de pronto, un brazo apretó su cuello y le cortó la respiración.
—No te resistas y no grites. De lo contrario, te degüello.
La visión del cuchillo de carnicero le arrebató cualquier veleidad combativa. El agresor arrastró a su rehén hasta el interior de una choza de jardinero donde estaba su cómplice, armado con un garrote.
Aterrorizada, la víctima del rapto estuvo a punto de desmayarse.
—¡Sobreponte, amigo, aún no estás muerto!
—Vos… ¡Os reconozco! ¡Sois un cocinero!
—Lo era —admitió Bebón.
—No soy rico y…
—No nos interesan tus bienes —lo interrumpió Kel—, sino tu amigo Chechonq. Vas a indicarme el mejor modo de entrar en su casa.
—¡Imposible!
—Bebón blandió el impresionante cuchillo de carnicero.
—¡Adiós, entonces!
—¡Escuchadme, os lo suplico! La morada de Chechonq está rodeada por un cordón policial. El juez Gem ha colocado al gran intendente bajo una estrecha vigilancia y filtra tanto las entradas como las salidas. Pese a sus protestas y a su cólera, Chechonq no puede oponerse a las decisiones de ese magistrado, que lo detesta.
—¿Qué lo detesta? —se extrañó Kel—. ¿Acaso el gran intendente no es cómplice del juez?
—¡Su peor enemigo, querréis decir! Lo cree capaz de proteger al escriba asesino y…
El especialista calló y su mirada se tornó vacilante.
—¿Acaso vos sois… ese escriba?
—No he matado a nadie.
—Es verdad —afirmó Nitis, cuya aparición subyugó al amigo de Chechonq.
—La sacerdotisa, el escriba y el actor… ¡Estáis vivos!
—Y tú nos estás soltando un cuento —intervino Bebón—. El gran intendente y el juez están conchabados y nos tienden una trampa. ¡Y tú eres el cebo!
—No, os juro que no.
El cuchillo se hizo amenazador.
—Chechonq desea veros y ayudaros. Hace llegar al juez gran cantidad de falsas informaciones y, de acuerdo con sus recomendaciones, la población tebana se niega a echarle una mano a la policía.
—Os creo —dijo Nitis—. Tenemos que hablar cuanto antes con la Divina Adoratriz, y sólo el gran intendente nos llevará hasta ella.
—Por ahora, es incapaz de hacerlo. El juez Gem lo vigila permanentemente.
—¿Y no podría deshacerse de esa vigilancia?
—Su margen de maniobra es muy escaso.
Bebón no confiaba demasiado en aquel erudito aterrado.
—¿De qué habláis en vuestros almuerzos, tú y tu amigo Chechonq?
—Del Libro de salir a la luz. A él le interesan las fórmulas de conocimiento, y yo le expongo diversas formas de redacción. ¿Acaso los jeroglíficos no contienen los secretos de la creación?
Nitis y Kel se miraron. Ambos acababan de tener la misma idea.
—Dame tu paleta y un cálamo.
El escriba caligrafió el texto cifrado.
—Lee en voz alta.
El especialista frunció el ceño.
—¡No… no comprendo ni una palabra!
—Ésa es la causa de nuestras desgracias. Muestra este texto al gran intendente, y que él lo entregue a la Divina Adoratriz. Sin duda podrá descifrarlo.
—¿Realmente es tan importante?
—De ello depende el porvenir de Egipto.
—Naturalmente, exigís una respuesta… ¿Dónde podré encontraros?
Kel le reveló el emplazamiento del local que Nitis había alquilado en Tebas.
—Os prometo hacer lo que pueda —declaró el especialista—. ¿Puedo… puedo marcharme ya?
El escriba asintió con la cabeza, y Bebón vio alejarse a su valioso rehén.
—Nos denunciará y nos mandará al juez Gem a la cabeza de un ejército —predijo el cómico—. Ya hemos cumplido nuestra misión, así que sugiero que salgamos de esta nasa antes de que sea demasiado tarde.
—Yo me quedo —decidió Kel.
—Y yo —declaró Nitis.
—¡Es una locura!
Sólo la Divina Adoratriz puede proclamar mi inocencia —recordó Kel—. Y debemos estar a su disposición.
Bebón renunció a discutir, puesto que no se veía capaz de convencer a aquella pareja de tozudos.