Qué te parece? —le preguntó el rey Amasis al general Fanes de Halicarnaso—. ¡Y sé sincero!
—Vuestro hijo Psamético se comporta como un excelente soldado, majestad. Pocas veces he visto a un joven inexperto hacer tantos progresos en tan poco tiempo. Se muestra valeroso, temerario casi, desconoce la fatiga y repite el ejercicio hasta la perfección. Su reputación entre los hombres de tropa aumenta, y será un jefe respetado.
—Prosigue con su formación, Fanes. Y sigue mostrándote intransigente.
—Contad con ello, majestad.
Amasis se reunió luego con su esposa, encargada de organizar un gran banquete al que habían sido invitados los principales oficiales superiores. Una aburrida cena que al faraón le parecía indispensable.
—¡Traigo excelentes noticias, querida! Nuestro hijo se convertirá en un verdadero jefe de ejército y sabrá defender las Dos Tierras. Podemos estar orgullosos de él.
Tanit esbozó una triste sonrisa.
—¿Le enseñaréis a administrar sanamente el país?
—Me ocuparé de eso en su momento —prometió el soberano—. Esta noche, felicitaremos a unos valientes y los alentaremos a permanecer vigilantes.
—¿Estará presente Psamético?
—Por supuesto. Acortaré mi última reunión de trabajo, por la mañana, y así podremos dar un paseo en barca antes del almuerzo.
Amasis regresó a su despacho, donde lo aguardaban el canciller Udja y Henat, que ponían la cara de los días malos.
—Sed breves —exigió el monarca—. Hace un día precioso y deseo disfrutar de los hechizos del campo.
—El juez Gem ha desplegado numerosas fuerzas de seguridad en Tebas —indicó el canciller—. A su entender, el escriba Kel se oculta allí.
—Ese asunto ya no me interesa. Una vez eliminado el traidor Pefy, los conspiradores han sido reducidos al silencio. Su única hazaña consistió en destruir mi casco. Dejemos, sin embargo, que el juez actúe: al peinar Tebas, acaba con cualquier veleidad de oposición. Y la próxima Divina Adoratriz no nos causará ningún problema. ¿Qué se sabe del viaje de nuestro amigo Creso?
—Retrasa su llegada —declaró el jefe de los servicios secretos.
Amasis pareció contrariado.
—¿Se conocen las razones?
—Según el mensaje de uno de nuestros agentes que ha llegado al servicio de los intérpretes, primero irá a Samos para entrevistarse con el tirano Polícrates. Desde mi punto de vista, ése no es un aliado muy seguro.
—¡Te equivocas, Henat! Como el conjunto de los griegos, Polícrates admira Egipto y me apoya sin reservas. Le satisface mucho proporcionarnos mercenarios y recibir, a cambio, cargamentos de riquezas. Mandémosle una calurosa carta y comuniquemos a Creso nuestro deseo de verlo muy pronto.
Amasis, que estaba impaciente por reunirse con la reina y pasar en su compañía horas exquisitas en el agua, abandonó entonces a sus consejeros.
La ciudad dormía, apacible.
Mientras contemplaba la noche, el jefe de los conjurados veía cómo su plan se desarrollaba de un modo implacable. La fase final se aproximaba. Aún podía cambiar el curso del destino y conformarse con la situación actual.
Pero el éxito estaba demasiado cerca y nadie le impediría gozar de su triunfo. La sorpresa sería total, las reacciones irrisorias. Y si algunos inconscientes se obstinaban en resistir, lo pagarían con la vida.
No obstante, había un último obstáculo que salvar… El jefe de los conjurados debía mostrarse convincente y utilizar los argumentos adecuados para que el último recalcitrante abrazara su causa.
Aunque fracasara, el plan seguiría adelante de todos modos.
El juez Gem acudió al palacio del gran intendente de muy mal humor. Su última entrevista con el responsable de la organización tebana de Henat no le había procurado ningún elemento serio. Aquel incapaz se limitaba a darse la gran vida cobrando un buen salario y no exigía el menor esfuerzo a sus subordinados. Era inútil contar con él para encontrar la pista del escriba asesino y de sus cómplices.
El mayordomo del gran intendente recibió al magistrado.
—Ve a buscar a tu patrón.
—Está descansando…
—Pues despiértalo.
El criado no discutió.
Gem caminó de un lado a otro por una antecámara con columnas, decorada con frescos que representaban una multitud de pájaros revoloteando sobre umbelas de papiro.
Al poco apareció Chechonq, vestido con una túnica de estar por casa.
—Estoy muy descontento —dijo el juez.
—También yo —repuso con sequedad el gran intendente—. ¿Por qué hay tantos policías vigilando mi morada?
—Se encargan de vuestra protección.
—¡Lleváoslos!
—No habéis comprendido nada, gran intendente. Yo doy las órdenes en nombre del rey, y vos obedecéis.
—¿Acaso me prohibís ir a donde quiera?
—¿Ocultáis acaso a los asesinos?
—¡Podéis registrar la villa y sus dependencias!
—Precisamente eso era lo que pensaba hacer.
—¡Luego me presentaréis vuestras excusas!
—Una investigación criminal conlleva múltiples gestiones, en su mayoría infructuosas.
—¡Pues, no os andéis con miramientos!
—Dada vuestra posición, imagino que no habréis cometido la locura de albergar a conspiradores que merecen la pena de muerte. Pero prefiero conocer la identidad de todos los que entran y salen de vuestra casa. Así evitaréis malsanas tentaciones, y Tebas, un eventual escándalo.
—¡Estáis perdiendo la razón, juez Gem!
—Sospecho que sois el origen de las falsas informaciones que con tanta abundancia llegan a la policía. Comprobarlas exige muchos esfuerzos inútiles.
—Los tebanos sólo intentan ayudaros.
—¡No, lo que intentan es despistarme! Y no me engañan. Dejad ese jueguecito estúpido u os arrepentiréis.
—Vuestras amenazas son indignas de un juez, y no me impresionan lo más mínimo.
—Hacéis mal, pues no estoy bromeando. Se trata de un asunto de Estado, y quien se oponga a la ley será destruido.
—Eso me tranquiliza, ya que no tengo la menor intención de oponerme a ella.
—¿Poseéis alguna información referente al escriba Kel, la sacerdotisa Nitis y el actor Bebón?
—Ni la más mínima.
—Si os enteráis de algo, comunicádmelo de inmediato.
—Eso no era necesario decirlo.
Hastiado, el juez Gem se retiró.
Tebas se coaligaba contra él y contra las fuerzas de la policía. Era imposible registrar todas las casas y vigilar, permanentemente, cada pulgada de terreno. Debía aguardar un error por parte de los fugitivos.