En el lindero del desierto, Aurora, la hija del portero, gestionaba una treintena de colmenas, con gran satisfacción del maestro apicultor. Se trataba de unos recipientes de alfarería, dispuestos unos sobre otros y abiertos a las abejas. Allí fabricaban sus celdillas bajo la atenta vigilancia de la muchacha, encargada de recoger la miel después de haberlas ahumado.
Cuando estaba tapando una jarra destinada a Karnak, vio que se acercaba una pareja.
—¡Bebón! ¿Has regresado a Tebas?
—¿No estás enfadada, Aurora?
—Sólo me dejaste buenos recuerdos. ¿Es tu esposa esa encantadora muchacha?
—No, es una terapeuta que desea conocerte.
—Utilizo mucho la miel —precisó Nitis—, pues sus virtudes curativas son notables. Me gustaría ayudaros mientras permanezca en Tebas.
—¿Por qué no? A cambio, vos me enseñaréis algunos rudimentos de medicina.
—Con mucho gusto.
Ambas mujeres simpatizaron de inmediato, y Bebón se sintió olvidado.
—¿Estás casada, Aurora?
—¡No tengo prisa! A ti ni te lo pregunto.
—Teniendo en cuenta mis preocupaciones profesionales, no podría ser un buen marido.
—¿Qué te sucede?
—Voy a dejar el oficio de actor: demasiada fatiga y demasiados viajes. Desearía establecerme aquí, en Tebas, y tener un empleo estable al servicio del templo.
La apicultura reflexionó unos instantes.
—Hay una posibilidad…, pero no será tarea fácil.
—No me falta valor.
El patrón de las cocinas exteriores de Karnak miró con escepticismo a Bebón.
—¿De modo que deseas trabajar conmigo?
—Aurora, la apicultora, me recomienda.
—¡Es una buena chica! Busco un pinche, en efecto, y que no sea perezoso.
—¿Lo parezco yo?
—Comienzas ahora mismo o ya puedes marcharte.
—Está bien.
—Tengo que preparar el almuerzo de los sacerdotes. Ve a limpiar la cocina y afila los cuchillos.
El equipamiento era notable: marmitas, escudillas, moldes para pan, piedras de moler, hornos, placas de cobre destinadas al pastelero, cucharas de madera. Utilizando un pedazo de basalto, Bebón afiló unos largos cuchillos de hoja oval.
El patrón quedó impresionado.
—Veo que sabes arreglártelas, muchacho.
—Mi especialidad es el cocido.
—Te lo advierto, detesto a los fanfarrones. Y a los sacerdotes de Karnak les gustan los buenos platos.
—Dadme una oportunidad.
El patrón vaciló.
—¡No toleraré un solo fallo!
Bebón puso de inmediato manos a la obra. Una burguesa deliciosa le había proporcionado la receta y utilizó lengua de buey, costilla, pierna, el hígado, la tráquea y algunas legumbres. Luego lo hirvió todo a fuego lento, sin dejar de vigilarlo un solo segundo.
Al regresar tras la inspección de las demás cocinas, el patrón lo probó.
—Estupendo —dijo, pasmado—. Los sacerdotes se darán un festín.
—Estaré encantado de servirles mi cocido.
—Mis ayudantes y yo mismo nos encargaremos de eso. Tú sírvenos unas buenas porciones de esta maravilla. Nosotros comemos antes que los clientes.
Aguantar el peso de una pértiga de cuyos extremos colgaban pesadas jarras llenas de agua era agotador. Pero Kel no se quejaba, pues esperaba poder entrar muy pronto en Karnak.
¿Habían encontrado Nitis y Bebón un empleo que les permitiera cruzar las barreras policiales? De ese modo, si cada cual tentaba su suerte, serían menos fáciles de descubrir.
Al escriba le costaba soportar la separación. Privado de Nitis, se sentía perdido y la alegría de vivir lo había abandonado. Sólo la exigencia de la verdad le proporcionaba energía para proseguir esa insensata búsqueda.
Durante la noche, molido y con la nuca dolorida, avanzaba paso a paso y vertía el contenido de las vasijas en las zanjas de irrigación.
El jefe jardinero interrumpió su labor.
—Tú, ven. Debemos llevar flores al templo para la ofrenda matinal.
Kel se encargó de llevar unos espléndidos lotos blancos, y un colega llevó los iris.
—A la Divina Adoratriz le gustan —le reveló.
—¿La has visto?
—Nunca.
—¿Sabes dónde vive?
—¡Ah, eso sí! He llevado flores a su residencia anteriormente.
El muchacho no fue parco en detalles y Kel memorizó el trayecto que debía recorrer.
El jefe jardinero discutió largo rato con los guardias. La puerta de madera se abrió y Kel siguió a su patrón.
Había tomado una decisión: dejar los lotos en el lugar previsto y lanzarse, a todo correr, hacia la residencia de la Divina Adoratriz. Aprovechando la oscuridad, intentaría entrar en su casa y hablar con ella.
Los sacerdotes, desprevenidos, opondrían sólo una débil resistencia. Kel era consciente de intentar una locura, por lo que rogó a Nitis que lo ayudara.
Pero ni siquiera tuvo tiempo de admirar los edificios, pues una decena de guardias rodearon a los portadores de ofrendas.
—No podéis seguir adelante —declaró un oficial—. Entregad las flores a los ritualistas.
—Eso no es lo habitual —protestó el jefe jardinero—, yo…
—Órdenes del juez Gem. Regresad al exterior.