A fuerza de fingirse enfermo, a Bebón acababa doliéndole la espalda. Se apoyaba ostensiblemente en su bastón, y no parecía en absoluto un peligroso malhechor fugado. Sin embargo, lo detuvieron en una de las barreras de policía que impedían el acceso a Tebas.
—¿Adonde vas, muchacho?
—A casa del curandero del arrabal norte.
—¿Eres campesino?
—Labrador. Me duelen mucho los riñones y me es imposible trabajar.
—El curandero tiene buenas manos, te sanará.
Procurando cojear, Bebón se dirigió al mercado del pescado, que ocupaba gran parte del muelle. No tardó en descubrir a Nitis, que acababa de vender al mejor precio un soberbio pescado muy apreciado por los entendidos.
Túnicas, sandalias, alimentos diversos, pequeños vasos fáciles de negociar: el trueque era todo un éxito.
—¿Has visto a Kel? —le preguntó la sacerdotisa al actor.
—Desgraciadamente, no. Pero cruzará la barrera, estoy seguro de ello. Los policías se ocupan, sobre todo, de las parejas y los escribas.
Nitis llenó los cestos con sus adquisiciones, y Viento del Norte se levantó y aceptó llevarlos. Bebón los siguió hasta la salida del mercado, del lado de la ciudad. Una patrulla se cruzó con ellos sin prestarles la menor atención.
—Te espero aquí —decidió el cómico—. Intenta alquilar un local donde podamos cambiarnos de ropa.
El arrabal norte de la ciudad de Amón estaba intensamente animado, dado el número de almacenes que recibían mercancías. Se hablaba en voz muy alta, se negociaba, se cargaban asnos y se programaban entregas.
Pero el tiempo pasaba y Bebón comenzaba a preocuparse.
En un momento dado se acercó un grupo de campesinos. A la cabeza iban dos bocazas satisfechos de llegar a la ciudad. Por detrás, Kel.
El actor le hizo una señal y el escriba se separó del cortejo. Luego se apoyaron en la esquina de una calleja.
Poco después, Nitis fue a buscarlos y los llevó a la planta baja de una casa de tres pisos. El local, que estaba en obras, servía de almacén.
—No tiene el aspecto de un palacio —advirtió Bebón—, ¡pero ya estamos en Tebas! Aún no me lo creo.
—Esta ciudad podría ser nuestra tumba —declaró Kel—. ¿Cómo conseguiremos ver a la Divina Adoratriz?
—Su mano derecha, el gran intendente Chechonq, me parece más accesible. Él es el hombre fuerte de Tebas. Dirige el conjunto de los servicios administrativos y mantiene la prosperidad de la provincia.
—¿Y si se muestra hostil?
El semblante del actor se ensombreció.
—En ese caso, habrá que levantar el campo.
—No hemos llegado a eso aún —intervino Nitis—. Y necesitamos dormir.
El juez Gem tomó posesión de su nuevo dominio. Visitó cada uno de los despachos y distribuyó a sus ayudantes por el edificio requisado. Su secretario ordenó los papiros y las tablillas de madera en unos estantes y dispuso el mobiliario a gusto de su patrón. Algunos proveedores le proporcionaron el material necesario, especialmente tabletas de tinta, estiletes, cálamos, gomas, paletas, trapos y una gran cantidad de cestos.
Al cabo de pocas horas, el centro de mando ya era operativo. Enfrente, varias casas fueron vaciadas de sus inquilinos, realojados en otra parte, y reservadas a los policías y militares que acababan de llegar a Tebas.
El magistrado sentía que la última fase de su investigación se decidiría allí. Kel y sus cómplices habían eliminado a los falsos pescadores, evitado las barreras y alcanzado su destino. Pero ahora tenían que cruzar las puertas de Karnak. Y aquella insensata andadura sólo les habría servido para ver a una moribunda, incapaz de ayudarlos.
Sin embargo, ¿la Divina Adoratriz agonizaba realmente? Por lo general, nadie engañaba al jefe de los servicios secretos. Al regresar a Sais, Henat proclamaba su certeza. Y si el actor Bebón trabajaba para él, ¿no entregaría muy pronto a su amigo Kel a la justicia?
La llegada del gran intendente interrumpió las reflexiones del magistrado. De buenas a primeras, aquel personaje imponente, gordinflón y simpático exasperó al juez.
—Ya no esperaba veros —soltó Gem con sequedad.
—Imperativos de orden administrativo me han impedido recibiros, y os ruego que me perdonéis. Esta gran provincia no es fácil de administrar, ¡creedme!
—A cada cual sus problemas.
¿Estáis adecuadamente instalado?
—Esto bastará.
¿No preferiríais una villa tranquila, rodeada por un jardín, para descansar mejor?
—No tengo intención de descansar, sino de detener a un temible criminal y a su pandilla.
—He oído decir que habían perecido ahogados —se extrañó Chechonq.
—No os fiéis de los rumores.
—¿Acaso corren peligro los tebanos?
—Yo me encargaré de su seguridad y cuento con su cooperación, comenzando por la vuestra.
—La tenéis por completo, juez Gem.
—Proporcionadme un plano detallado de la ciudad y de la provincia, y poned en estado de alerta a vuestras fuerzas de seguridad.
—¡Oh, son muy escasas y se limitan a proteger el templo de Karnak!
—A partir de este instante, obedecerán mis órdenes.
—Yo debería haber recurrido a la Divina Adoratriz, pero…
—¿Qué os impide hacerlo?
Las palabras salieron a duras penas de la boca de Chechonq.
—Se trata de una especie de secreto de Estado, y…
—Represento al faraón y exijo saberlo todo. Por lo demás, pensaba entrevistarme con la Divina Adoratriz mañana mismo para exponerle mis intenciones.
—Por desgracia, eso será imposible —murmuró Chechonq, afligido—. Su estado de salud le impide recibir a nadie, incluso a mí. La población ignora esta tragedia, y me siento desamparado.
—Seguid callando y cumpliendo con vuestras funciones.
—Esta noche, os invito a un gran banquete organizado en vuestro honor. Nuestros cocineros…
—Esta noche hay reunión de los responsables del ejército y la policía. Vuestra presencia me parece indispensable.
Un gran mapa de la provincia tebana se había desplegado sobre unas mesas bajas, pegadas. Gracias a la precisión de los escribas del catastro, el juez Gem se hizo una idea exacta de la ciudad de Amón y sus alrededores.
La magnitud del territorio que debía vigilar y registrar parecía desalentadora. Kel podía ocultarse en el propio meollo de la ciudad, en la campiña o en el interior de un templo hostil a la policía de Amasis.
Lo primero que había que hacer estaba bastante claro: una parte de las tropas se ocuparía de la orilla occidental; la otra, de la oriental. La entrada del Valle de los Reyes quedaría bloqueada y el acceso a los santuarios reservado sólo a los ritualistas.
Continuamente, controles móviles interceptarían a viandantes y mercaderes. Y se colocarían numerosos puestos de policía junto a los edificios oficiales, sin olvidar la multiplicación de las patrullas terrestres y fluviales. Finalmente, se ofrecería una buena recompensa a quien le proporcionara al juez informaciones dignas de interés.
Consternado, Chechonq guardó silencio. El escriba y sus amigos no escaparían de aquella nasa, y nunca lograrían ver a la Divina Adoratriz.