Favorito,[24] el perro de la Divina Adoratriz, solicitó una caricia. De inmediato, Malabarista, el pequeño mono verde, le mordisqueó la cola, iniciando así una buena sesión de juego. Aquellos dos fíeles compañeros alegraban el corazón de la Divina Adoratriz.[25] Consagrada al culto de Amón, su divino esposo, no tenía hijos. Su matrimonio simbólico garantizaba la perennidad de la creación y rechazaba el caos. Ella era la representante terrenal del principio femenino primordial, la Madre de todos los seres, y había compartido el secreto de Amón durante su coronación. Su comunión, gracias a la práctica cotidiana de los ritos, no sufría alteración alguna.
«Dulce de amor», «Dueña del hechizo», «Rica en favores», «Regente de todas las mujeres», la soberana gobernaba el cosmos y la tierra entera. Llenaba las salas del templo con el perfume de su rocío, poseía una voz encantadora y tocaba una música celestial.
Como todas las mañanas, ese día fue purificada y vestida con una larga túnica ceñida al talle por un cinturón. Un sacerdote rodeó su frente con una cinta roja sujeta, por detrás, con un nudo del que brotaban dos extremos que flotaban sobre los hombros.
A pesar de su avanzada edad, la Divina Adoratriz gozaba de una excelente salud, alimentada por una inagotable energía. El trato con las divinidades hacía desaparecer el tiempo, y el majestuoso aspecto y la belleza de la sacerdotisa permanecían intactos. No sentía nostalgia alguna de la juventud, y agradecía a Amón que le hubiera concedido tanta felicidad.
—¿Ningún curioso? —le preguntó al ritualista en jefe.
—Majestad, el templo está herméticamente cerrado.
La Divina Adoratriz se dirigió hacia el «Radiante de los monumentos»,[26] el santuario edificado por Tutmosis III y destinado a la iniciación de los sumos sacerdotes de Karnak. Allí se le habían revelado los grandes misterios de la muerte, la resurrección y la iluminación.
Se detuvo ante una estatua-cubo que representaba al gran sabio Amenhotep, hijo de Hapu, leyendo un papiro desenrollado sobre sus rodillas. Animada por una vida sobrenatural, debía ser purificada de modo que ninguna infección mancillara el granito. La Divina Adoratriz derramó, pues, agua procedente del lago sagrado, reflejo terrenal del océano primordial.
Luego un sacerdote le tendió una antorcha y abrió el camino hasta un brasero. Otro ritualista le ofreció un espetón. Clavada en su extremo había una figurita de cera de un rebelde, con la cabeza cortada y las manos atadas a la espalda.
La Divina Adoratriz la arrojó al fuego, y el crepitar recordó los gemidos de un torturado. Una vez calcinado el enemigo, la Divina Adoratriz tensó su arco y simuló lanzar una flecha a los cuatro puntos cardinales. El rito disipó las fuerzas del mal, impidiéndoles oscurecer el cielo y el fulgor de los dioses.
La ruta de aquellos a quienes aguardaba se despejaba por fin. Tras haber superado gran cantidad de pruebas, llegaban a territorio tebano. Sin embargo, subsistían muchos peligros y el éxito de su misión aún no era seguro.
La llama se extinguió.
Con lentos pasos, la Divina Adoratriz se dirigió entonces hacia las dos capillas dedicadas a Osiris que había hecho construir a lo largo del camino que llevaba al templo de Ptah. Tomó una pequeña avenida enlosada y entró en la de Osiris, «Señor de los alimentos».[27] EL dios, asociado a la fiesta de regeneración del alma real, le ofreció los alimentos espirituales y materiales. Se veía representado, así, al faraón Amasis, seguido de su Ka, su potencia de creación, y se accedía a los pabellones levantados con ocasión de aquel ceremonial. El rey ofrecía vino a Amón-Ra, acompañado por Maat, y la Divina Adoratriz recibía de manos del dios los sistros cuyas vibraciones dispersaban las fuerzas maléficas. Escupiendo fuego, unas serpientes ocultaban aquellos misterios a los profanos, a quienes despedazaban terroríficos guardianes con cabeza de cocodrilo o de rapaz, armados con cuchillos.
En el interior del santuario se consumaba la coronación de Osiris, de acuerdo con los ritos de Abydos. La Divina Adoratriz iba a menudo a vivirlos en espíritu, preparándose para cruzar las puertas de lo invisible.
Su gran intendente, amigo y confidente Chechonq estaba asociado a esa andadura, puesto que figuraba en una pared de la capilla. Aguardaba allí a su soberana, al abrigo de las miradas.
—Majestad, el jefe de los servicios secretos ha abandonado Tebas creyendo que vuestro final está cerca. Ya no os considera un peligro, por lo que ha decidido regresar a Sais.
—Su organización, en cambio, sigue funcionando.
—No me preocupa demasiado, pues conozco a todos sus miembros. Su jefe no debería causarnos graves problemas. En cambio, la llegada del juez Gem y de una nube de policías sí me inquieta. Cuando nos encontremos, intentaré conocer cuál es su plan de acción.
—Sé extremadamente prudente. Ese magistrado es obstinado y meticuloso, y no cejará en sus esfuerzos. Además, los viajeros que esperábamos ya están cerca.
—¡De modo que están vivos!
—Los dioses los han protegido, pero la última etapa se anuncia difícil y peligrosa; el menor paso en falso los condenará.
—Si os considera moribunda, ¿no renunciará el juez Gem a proseguir sus investigaciones?
—Su obsesión es detener al escriba Kel. Y nadie le hará renunciar a ello.
—Esperaba algún respiro tras la partida de Henat —deploró el gran intendente—. ¡Tal vez debamos prepararnos para lo peor! Ponernos en contacto con el escriba y sus amigos será especialmente delicado.
—Ya has resuelto muchos problemas insolubles, Chechonq.
—La confianza de vuestra majestad me honra, pero nunca me he topado con la policía y la justicia del rey Amasis.
—Dispones de un tesoro inestimable: la experiencia. Sabrás utilizar la astucia frente a la brutalidad.
—¿Me dará tiempo el juez Gem? No dejará de tender trampas, y el escriba Kel corre el riesgo de caer en ellas.
—Intenta desbaratarlas y liberar el camino de Karnak. Todavía podemos salvar Egipto.
—Haré lo imposible, majestad.
La leve sonrisa de la Divina Adoratriz conmovió al gran intendente. Admiraba su innata nobleza, su dignidad ejemplar y su inigualable fulgor. Daría su vida para servirla y no decepcionarla.