El gran intendente Chechonq, un apasionado de los textos antiguos, inspeccionó su vasta morada de eternidad en la ribera oeste de Tebas.[23] Las columnas de jeroglíficos se inspiraban en los Textos de las pirámides y evocaban las incesantes mutaciones del alma en los espacios celestiales y el eterno viaje del espíritu luminoso. Durante su larga carrera, Chechonq se había beneficiado de las enseñanzas de la Divina Adoratriz. Había sido iniciado en los misterios divinos y dirigía un colegio de teólogos encargados de examinar la Tradición y de proporcionar a los dibujantes, a los pintores y a los escultores los temas que debían tratarse cuando decoraban las tumbas.
La morada de la muerte era, en realidad, la de la vida. Un simple y rápido paso; la existencia humana sólo tenía sentido en función del más allá. A Chechonq le gustaba ir a meditar allí. En el corazón del aparente silencio de las paredes cubiertas de escenas rituales, los dioses hablaban, y no había nada más esencial que escuchar sus voces.
—Preguntan urgentemente por vos, gran intendente —le advirtió su secretario, molesto al turbar las reflexiones de su superior.
—¿Es realmente urgente?
—Eso me temo.
Chechonq abandonó a regañadientes la quietud de su morada de eternidad.
Visiblemente enojado, el escriba del Tesoro lo aguardaba a la puerta de la tumba.
—Gran intendente, esta situación es intolerable. Os ruego que intervengáis sin demora.
—¿Puedo saber, antes, de qué se trata?
—El escriba de los rebaños debía entregarme esta mañana tres bueyes cebados y cinco ocas. Pero sólo me ha traído un buey y dos ocas, ¡sin explicaciones ni excusas! Por lo que se refiere al escriba de los graneros, ha reducido por las buenas el aprovisionamiento de la panadería de Karnak. Dicho de otro modo, no producirá bastante pan para el conjunto del personal. Y esa gente se llama responsable. Merecen unos buenos garrotazos. En vuestro lugar, yo los sustituiría de inmediato por administradores competentes.
—Yo me ocuparé de esos problemas —prometió Chechonq.
—¡Severidad, gran intendente! De lo contrario, será el caos.
Chechonq escuchaba a menudo discursos semejantes. El escriba del Tesoro, un hombre extremadamente puntilloso, no dejaba de despotricar contra sus colegas, y les reprochaba imperdonables errores antes incluso de que los cometieran. El escriba de los campos bebía demasiado, el de los graneros se extraviaba en querellas familiares, el de los rebaños perdía horas y horas charlando, y al de los barcos le costaba distinguir lo importante de lo secundario.
Chechonq pasaba buena parte de su tiempo reparando sus errores y apagando los conflictos. Sin embargo, a sus subordinados les gustaba su trabajo y no escatimaban horas. En la reunión semanal, el gran intendente lograba borrar los resentimientos en beneficio del interés general. Sabía escuchar a cada uno de ellos y no beneficiaba a nadie. Los escribas conocían su integridad y su imparcialidad, le concedían su respeto y su confianza.
Como los anteriores, la jornada se anunciaba larga y cargada. Pasando de despacho en despacho, Chechonq apagaría los incendios y restablecería la armonía. El templo seguiría funcionando pese a las debilidades humanas, y el servicio de los dioses quedaría asegurado. A ese trabajo habitual se añadía el delicado manejo del jefe de los servicios secretos, Henat. Según el médico de la Divina Adoratriz, había mordido el anzuelo. Pero el personaje, astuto y desconfiado, tal vez fingiera creer en aquel testimonio decisivo. Chechonq acudió a la villa del director de palacio, cuyo acceso estaba severamente custodiado. El gran intendente felicitó a los funcionarios por su vigilancia e hizo que avisaran a Henat de su presencia.
La morada no carecía de encanto. Las pinturas murales representaban parterres de flores de aciano sobrevolados por alondras y, al contemplar aquellas obras maestras de delicadeza, era fácil olvidar las dificultades del mundo exterior.
De pronto apareció Henat.
—¿La Divina Adoratriz ha respondido a mi petición, gran intendente?
—Desgraciadamente, no. Y las mías son también letra muerta. Carezco de directrices concretas, por lo que debo calmar las tensiones entre los escribas encargados de dirigir los diversos sectores de la administración. ¡Un verdadero rompecabezas!
Henat se guardó mucho de sonreír. Aquella confesión se adecuaba al informe establecido por el jefe de su organización. Desamparado, el gran intendente se limitaba a resolver los asuntos en curso, aguardando la muerte de la anciana sacerdotisa, que ya no concedía audiencia alguna, ni siquiera a Chechonq.
—Siento hablar de tan triste eventualidad, pero… ¿cómo se llevará a cabo la sucesión?
—La Divina Adoratriz elige a una hija espiritual y la asocia al trono para formarla. A la muerte de su madre, ésta se encarga del conjunto de sus funciones rituales.
—¿Se ha llevado ya a cabo la elección?
—No de modo formal. Sin embargo, su majestad no ha ocultado sus intenciones. Quiere adoptar a una joven sacerdotisa, Nitocris, una apasionada de las ciencias sacras.
«Decididamente —pensó Henat—, este intendente no me oculta nada». En efecto, el director del palacio había obtenido esa información gracias al jefe de su organización. Tímida y reservada, la joven Nitocris vivía recluida en Karnak y no tendría una influencia comparable a la de la actual titular del puesto.
Henat sintió ganas de reír al pensar en el escriba Kel. ¡Tantos esfuerzos y riesgos en vano! Aunque hubiera conseguido ver a la Divina Adoratriz, sólo habría contemplado a una mujer agonizante, incapaz de ayudarlo.
—He organizado un banquete en vuestro honor —anunció Chechonq—. En él participarán los responsables de los templos de la orilla oeste, encantados con la idea de conoceros.
—Siento decepcionarlos, pero no asistiré a esos festejos.
El gran intendente pareció abrumado.
—¿Os he ofendido acaso, he cometido algún error grave, he…?
—¡No os preocupéis, gran intendente! No se os cuestiona en absoluto, y os agradezco mucho vuestra perfecta acogida en Tebas. Por lo demás, hablaré de ello con el rey, y deseo ver cómo se os confirma en vuestras funciones. La nueva Divina Adoratriz necesitará vuestra experiencia. Seguid administrando como mejor sepáis esta hermosa provincia tebana.
—Lo procuraré —aseguró Chechonq—, pero vuestra negativa…
—Se debe a una razón muy sencilla: regreso a Sais. Esta estancia ha sido encantadora y he apreciado mucho vuestra hospitalidad. No quiero forzar la puerta de una moribunda, sino que prefiero regresar a mi despacho, donde me aguardan numerosos expedientes.
—Tal vez yo podría hacer una última gestión y…
—Es inútil —lo interrumpió Henat—. Tened la bondad de avisarme de la fiesta de los funerales. Asistirá un representante del rey.
—No me atrevo a pediros un favor…
—Por favor, pedidme lo que queráis, gran intendente.
—¿Aceptaríais presentar al rey la seguridad de mi fidelidad más absoluta?
—Descuidad, así lo haré.
Verdadero jefe de la provincia tebana, Chechonq doblaba el espinazo con la flexibilidad de una caña. ¡Satisfactoria y tranquilizadora actitud! El único inconveniente era que el hábil dignatario esperaba un ascenso que no iba a obtener. En la corte de Sais, no sería de ninguna utilidad. Allí controlaba la situación en beneficio de Amasis.
—¿Tendrá Tebas el placer de volver a veros?
—Ésa es una decisión que les corresponde tomar a los dioses —respondió Henat.
El gran intendente se ocupó personalmente de facilitar el embarque del jefe de los servicios secretos. Y cuando lo vio abandonar el muelle de Karnak, se felicitó por haber llevado tan bien a cabo el plan concebido por la Divina Adoratriz.