El sol disipó las últimas nubes. Sin cesar hasta el alba, la terrorífica tempestad había causado daños considerables, y un viento del este de rara fuerza seguía soplando.
Al salir del templo de Osiris, donde los mercenarios sólo habían encontrado sacerdotes, el juez Gem se detuvo ante el cadáver de Pefy. ¿Por qué ese ministro ejemplar se había salido del recto camino?
—Enterradlo —ordenó el magistrado a los soldados.
El comandante de la guarnición sería suspendido algunos días, por indisciplina, y Gem redactaría un detallado informe para el rey Amasis.
Una parte del muelle había sido destruida; todas las embarcaciones estaban seriamente dañadas.
—Dos de ellos se han hundido —precisó un marino—, y el del ministro ha desaparecido.
—¿Alguien lo vio zarpar? —preguntó el juez.
Encontraron un testigo, impresionado aún.
—Llovía mucho y no veía muy bien, pero estoy seguro de haber divisado a una pareja que subía a bordo con un asno. Luego, el barco se separó bruscamente del muelle y la corriente se lo llevó a una increíble velocidad.
—Estará destrozado, y sus pasajeros habrán perecido ahogados —supuso el marino.
—Emprenderemos la búsqueda —decidió el juez Gem.
—¡Las reparaciones exigirán tiempo!
—No tardarán en llegar otros navíos de la policía.
—Con todos mis respetos, pero esas investigaciones son inútiles. Ni siquiera un marino experto podría sobrevivir ante semejante tormenta. Los cocodrilos y los peces no dejarán ni siquiera los huesos.
Henat visitó varios templos de millones de años de la orilla oeste, especialmente los de Ramsés II[21] y de Ramsés III,[22] gigantescos edificios rodeados de anexos. Almacenes, talleres y bibliotecas seguían funcionando.
Cuatro servidores satisfacían las menores exigencias del director del palacio real y se aseguraban de su comodidad. Henat habló con un buen número de responsables, interesándose por sus métodos de trabajo y su modo de resolver las dificultades.
En el Ramesseum, interrogó largo rato al técnico encargado de la fabricación de papiro de calidad superior, el único utilizado para la redacción de los rituales. El artesano lo entregaba, especialmente, a la Divina Adoratriz y acudía con frecuencia a Karnak. Era también el jefe de la organización encargada de informar a Henat.
—¡Qué honor, recibiros en Tebas!
—Dejémonos de cortesías. Necesito informaciones concretas.
—Por aquí, calma chicha. La provincia está tranquila, los templos administran la economía logrando la satisfacción general y nos preocupamos, sobre todo, de venerar a los dioses.
—Háblame del gran intendente Chechonq.
—Teólogo y administrador a la vez, goza tanto de la estima de los dignatarios como de la del pueblo. Pese a su tosca apariencia y a su amor por la buena carne, es un trabajador empecinado y meticuloso. Es intransigente, y no soporta a los perezosos ni a los incapaces. La Divina Adoratriz no se equivocó nombrándolo para el puesto de gran intendente.
—¿La has visto recientemente?
—Es invisible desde hace dos meses. Según algunos servidores cercanos, su salud se está deteriorando rápidamente. Sin embargo, sigue celebrando algunos ritos, pero no sale del recinto de Karnak y la mayor parte del tiempo permanece en su palacio.
—¿La visita Chechonq?
—Tres veces por semana, al menos. Debe consultar con ella antes de tomar decisiones importantes referentes a la gestión de la provincia. En estos últimos días se ha negado a recibirlo. Algunos afirman que está agonizando.
De modo que Chechonq no mentía. Henat, prudente, quería tener la certeza absoluta.
—¿Conoces al médico de la Divina Adoratriz?
—Me cuidó una vez. Es un hombre afable y muy competente.
—Dile que estoy enfermo y envíalo a mi alojamiento oficial. ¿El gran intendente no habrá financiado una milicia secreta?
—¡Estad tranquilo, señor! Las fuerzas de seguridad, reducidas al mínimo, están muy lejos de formar un ejército. Los guardias de Karnak se limitan a vigilar los accesos del templo. La irradiación espiritual de la Divina Adoratriz sigue siendo considerable, pero ella no es un jefe de guerra.
Del barco del ministro Pefy subsistían sólo unos pobres restos. La furia del Nilo había dislocado el navío, de excelente factura sin embargo.
—¿Se han encontrado restos humanos? —preguntó el juez Gem a los policías encargados de inspeccionar el pecio, hallado junto a Dendara, entre Abydos y Tebas.
—El río y sus habitantes lo han limpiado todo.
Kel, Nitis y Bebón, ahogados… Era probable.
Pero el juez, escéptico, prosiguió con sus investigaciones más al sur.
Ningún resultado.
Dada la violencia de la tormenta que había durado varias horas, las posibilidades de supervivencia de los fugitivos eran inexistentes. ¿No debería el magistrado rendirse a la evidencia, llegar a la conclusión de que habían desaparecido y levantar las barreras?
Pero habían escapado ya a tantos peligros que subsistía una duda.
El juez Gem convocó a un grupito de mercenarios y les dio algunas instrucciones.
Llevando una pesada bolsa de cuero llena de medicinas, el médico entró en la habitación de Henat, que estaba leyendo un informe del jefe de su organización.
—He venido tan pronto como me ha sido posible. ¿Qué os ocurre?
—Me encuentro perfectamente.
El terapeuta frunció el ceño.
—¡No comprendo! Me han dicho…
—Deseaba veros, doctor. Oficialmente os habréis ocupado de un enfermo. Pero, en realidad, necesito una información.
—A vuestro servicio.
—¿Sois el médico personal de la Divina Adoratriz?
—Así es.
—Quiero saberlo todo sobre su estado de salud.
—Lo siento, pero eso es imposible. El respeto del secreto profesional forma parte de mis deberes.
—¡Olvidadlo!
—Os repito que es imposible.
—No nos hemos entendido, doctor. Exijo una respuesta precisa, de lo contrario…
—¿Me estáis amenazando?
—A vos y a vuestra familia. El rey me confió una misión y la cumpliré.
—No os atreveríais…
—Dispongo de plenos poderes y, a mi entender, sólo cuenta el servicio del Estado. Os recomiendo vivamente que respondáis.
—Traicionar la confianza de mi paciente me aflige y…
—Es un caso de fuerza mayor.
El médico tragó saliva.
—Mucho me pedís.
—Sólo vos y yo sabremos que habéis hablado. Vos callaréis, y yo también.
El terapeuta inspiró profundamente.
—La Divina Adoratriz sufre diversos e incurables males. Su corazón está gastado, sus pulmones fatigados, y sus canales de energía empequeñecidos. Dada su avanzada edad, la medicación no surte efecto. Sólo puedo aliviar su sufrimiento.
—¿Concede audiencias aún?
—No tiene fuerzas para ello y se niega a ver, incluso, a su principal colaborador, el gran intendente Chechonq.
—¿Consideráis que la Divina Adoratriz está… condenada?
—Desgraciadamente, sí. Su excepcional resistencia tal vez le permita sobrevivir algunas semanas. Si los dolores se hicieran insoportables, me vería obligado a administrarle potentes drogas que la sumirían en el coma. Y no excluyo una fatal crisis cardíaca. Su próxima desaparición será una inmensa pérdida.
—Todos la deploraremos —afirmó Henat, encantado al saber tan excelentes noticias.
Chechonq había dicho la verdad, y la Divina Adoratriz ya no representaba el menor peligro.
Mientras salía de la morada del jefe de los servicios secretos, el médico sintió un inmenso alivio. Con las manos húmedas y la espalda empapada en sudor, se había comportado como un equilibrista aterrorizado por la frialdad de Henat. Logrando dominarse, había seguido las directrices de su augusta paciente: convencer al temible personaje de que estaba a las puertas de la muerte, impotente e incapaz de actuar.
Así confirmaba el testimonio del gran intendente y disipaba, de una vez por todas, las dudas del jefe de los servicios secretos.