Unos cincuenta mercenarios avanzaban hacia la morada del ministro Pefy. Caminaban en silencio, y no tardarían en unirse a los hombres del juez Gem, que coordinaba la operación. Había llegado a Abydos ese mismo día y había sido informado de la presencia de tres sospechosos en casa del ministro, por lo que había decidido una intervención inmediata.
Esta vez, los conspiradores no escaparían.
La luna llena iluminaba la ciudad adormecida.
Uno de sus mercenarios se volvió. Y lo que vio lo asustó hasta el punto de provocar un grito de terror. Sus camaradas se inmovilizaron y, a su vez, descubrieron el horrible espectáculo: brotando de las tinieblas, el dios Set los amenazaba.
Los supersticiosos emprendieron la huida, chocando con los indecisos, y derribaron a algunos. La hermosa estrategia de aproximación voló, hecha trizas.
Satisfecho con el resultado, Bebón se batió entonces en retirada, se quitó la máscara y corrió hasta el puerto. Pero era demasiado tarde para avisar a Kel y Nitis; Viento del Norte se encargaría de eso. Era imposible enfrentarse solo a aquel ejército. Su única salida era apoderarse del barco del ministro y prepararse para zarpar, esperando que la joven pareja pudiera reunirse con él.
Bebón, que conocía Abydos a la perfección, tomó una serie de callejas que llevaban al puerto. Allí había amarrados varios navíos de la policía, entre ellos, el del juez Gem. Algunos militares los vigilaban.
En un extremo del muelle vio un barco de buen tamaño. Poco a poco, unas negras nubes ocultaron la luna, y aprovechando la oscuridad, Bebón trepó por la popa. Estuvo a punto de topar con un marino dormido y lo despertó pinchándolo en los riñones con la punta de su cuchillo.
—O me ayudas o te mato.
Kel dio un respingo.
La poderosa voz de Viento del Norte rompía la quietud de la noche.
—¡Nitis, vístete, pronto!
Con el rostro cansado, Pefy salió de su habitación.
—Estáis en peligro —les dijo a sus huéspedes—. Vayamos por detrás de la casa y dirijámonos al templo. Los mercenarios no se atreverán a entrar.
—Viento del Norte…
—Lo siento —afirmó Pefy—. El asno es un animal de Set, y no es admitido en el santuario de Osiris.
—Nos esperará —aseguró Nitis.
—Apresurémonos —exigió Pefy—. Mi guardián no podrá retenerlos por mucho tiempo.
El ministro estaba en lo cierto. Y el guardián, temiendo que lo golpearan, les reveló que los ocupantes de la casa se habían refugiado en el templo de Seti I.
Agrupados de nuevo por fin, los mercenarios se lanzaron tras su superior.
Un sacerdote salió del lugar santo.
—No violéis la quietud de este espacio sagrado.
—Albergáis a unos criminales —repuso el comandante—. Entregadlos.
—Ni hablar.
—¡Estáis violando la ley!
—Yo sólo conozco la ley de los dioses.
En el interior, Pefy indicó a la joven pareja el paso que llevaba al Osireion, el templo, en parte subterráneo, reservado para la celebración de los grandes misterios. Un corredor abovedado los conduciría hasta el lindero del dominio divino, no lejos del puerto.
—Mi barco se encuentra en un extremo del muelle. Si vuestro amigo ha podido llegar, tal vez logréis abandonar Abydos.
—¿Y vos? —se preocupó Kel.
—Yo no corro riesgo alguno —afirmó Pefy—. Partid y que los dioses os protejan.
Un relámpago surcó el cielo, rugió el trueno y grandes gotas de una lluvia cálida comenzaron a caer.
Los sacerdotes se habían reunido para disuadir a los soldados griegos de invadir el templo. Pefy se reunió con ellos e impuso su voz grave.
—Dispersaos —ordenó—. Soy el ministro de Finanzas y hablo en nombre del faraón.
—No lo escuchéis —recomendó el juez Gem, hendiendo las filas de los mercenarios—. Este hombre es un traidor y oculta a unos asesinos.
—¡Os equivocáis, Gem, y perseguís a unos inocentes!
—Ningún templo se encuentra fuera de la ley. Los soldados de Amasis entrarán y se apoderarán de los criminales que conspiran contra él.
—¡Les prohíbo que profanen el santuario de Osiris!
—¡Apartaos, Pefy!
—¡Nunca!
—¡Muerte al traidor! —gritó el comandante de los mercenarios, cuya lanza, impulsada con fuerza, se clavó en el pecho de Pefy.
El ex ministro se derrumbó, los sacerdotes huyeron y los soldados se lanzaron al interior del edificio.
«Hubiera preferido un proceso», pensó Gem, deplorando aquella tragedia. Pero, al menos, la cabeza pensante de los sediciosos había sido eliminada.
La violencia de la lluvia y el viento dificultó el avance de Kel y de Nitis. Sin embargo, finalmente llegaron al puerto, donde, estoico, los aguardaba Viento del Norte. Olvidando por un instante los desenfrenados elementos, lo acariciaron y el trío se dirigió hacia un extremo del muelle.
Aquel día terrible del gran enfrentamiento entre Horus y Set,[20] era preciso permanecer en casa, no bañarse, no subir a un barco y no viajar. El Nilo se había desencadenado, enormes olas agredían los edificios y amenazaban con derribarlos. Los soldados de guardia abandonaban su puesto y buscaban abrigo donde guarecerse.
—Pronto —aulló Bebón—, soltemos la última amarra y zarpemos.
—Es una locura —afirmó Kel—. El barco zozobrará y moriremos ahogados.
—El asno del dios Set nos protegerá —aseguró Nitis—. Conoce el secreto de la tempestad y no la teme.
El trío consiguió subir a bordo.
—El marino de guardia ha huido —indicó Bebón, empapado—, y no conseguiremos maniobrar.
—Partamos —decidió Nitis.
Nuevos relámpagos desgarraron un cielo negro como la tinta. Kel apretó con fuerza su amuleto y abrazó a Nitis.
Empujado por la corriente y zarandeado por tempestuosos vientos, el barco del ministro asesinado desapareció en la noche.