Fanes de Halicarnaso se inclinó ante el rey Amasis.
—Misión cumplida, majestad. Elefantina es ahora una verdadera fortaleza y nuestra frontera sur está firmemente establecida. Diversos oficiales serios enmarcan una guarnición correctamente entrenada y dispuesta a rechazar cualquier asalto. El nuevo comandante y el nuevo alcalde son fieles servidores del reino que obedecerán vuestras órdenes.
—¿Han sido avisados los nubios de esos cambios?
—Envié mensajeros a los principales jefes de tribu. Si existieran veleidades de revuelta, serían aniquiladas.
—Excelente iniciativa, Fanes.
—Sin embargo, no estoy del todo satisfecho, majestad. Algunas provincias del sur mantienen cierto espíritu insurgente y no aplican las leyes de modo riguroso. Me parece necesario hacerlas pasar por el aro.
—¿Qué propones?
—Implantar más cuarteles en las principales aglomeraciones. La presencia de los mercenarios calmará a los contestatarios.
—Pensaré en ello, Fanes. De momento, tengo que confiarte una importante misión.
El griego se mantuvo muy rígido, con los brazos a lo largo del cuerpo.
—A vuestras órdenes, majestad.
—¿Conoces a mi hijo Psamético?
—He visto al príncipe durante las ceremonias oficiales.
—¿Qué piensas de él?
—Majestad, no me permitiré…
—Permítetelo.
—Es un hombre joven, elegante y pausado.
—¡Demasiado elegante y demasiado pausado! A su edad, yo ya manejaba la espada y la lanza. Él trata con los escribas y la alta sociedad, y se olvida del ejército. Ya va siendo hora de darle una completa formación militar. Mañana estará a la cabeza de nuestras tropas y tendrá que defender las Dos Tierras.
—Majestad, mis métodos…
—Me parecen adecuados. No lo mates, pero no te andes con miramientos. El muchacho debe convertirse rápidamente en un guerrero de primera clase. Te lo mandaré hoy mismo.
—Formaré a vuestro hijo, majestad, y se mostrará digno de su padre. Pensaba emprender unas grandes maniobras para mantener el ejército del norte en su mejor nivel, así que lo asociaré a ellas.
—Manos a la obra, Fanes.
El general se retiró con paso decidido. Lo sucedió el canciller Udja, tan imponente como siempre.
—¿Han desaparecido vuestras jaquecas, majestad?
—¡Tu remedio era eficaz! No tengo el menor dolor y he recuperado la energía. Espero que la marina de guerra participe en las grandes maniobras.
—Sin duda. La coordinación entre navíos, infantería y caballería me parece esencial. Acabamos de recibir un correo diplomático de Creso: nos asegura la amistad del emperador de los persas y desea hacernos una visita en compañía de su esposa Mitetis. Ésta dirige sus deseos de salud a la reina Tanit.
¡Excelente noticia, canciller! Los persas parecen calmarse, realmente, y renunciar a su política de conquistas. No bajemos la guardia, sin embargo. ¿Vuelve a formarse el servicio de los intérpretes?
—En ausencia de Henat, el reclutamiento se ha estancado, majestad. Es mejor tomarse algún tiempo y contratar sólo a profesionales de altísimo nivel, conscientes de sus deberes. El número actual de funcionarios basta para tratar el grueso de la correspondencia diplomática.
—¿Henat ha visto a la Divina Adoratriz?
—Todavía no, majestad.
—¿Acaso se niega a recibir al director del palacio?
—Es posible —estimó el canciller—. La última carta de Henat, sin embargo, no formula esa acusación. Sin duda el jefe de los servicios secretos vuelve a encargarse de su organización tebana y recoge informaciones antes de su entrevista.
Amasis asintió con la cabeza. Ése era el estilo de Henat.
—¿Hay informes del juez Gem?
—Se acerca a su presa, majestad. En Licópolis, el escriba asesino y sus cómplices se le escaparon por los pelos.
—Licópolis… El fugitivo se acerca a Tebas.
—Una vez destruida su base de Elefantina, el hombre está acorralado.
Amasis entrevió una sombría perspectiva.
—¿Y si Kel no fuera a Tebas sino a Abydos, el feudo de Pefy, mi ministro de Finanzas?
—Ex ministro, majestad. Acabo de recibir su dimisión.
—¡Pefy dimite para combatirme mejor! Pefy es el alma de la conspiración… ¡Avisa de inmediato al juez Gem!
—Tranquilizaos, él ha hecho el mismo razonamiento y piensa invadir Abydos con la esperanza de detener allí a los conjurados.
—Pefy… ¿Será entonces él su jefe, y Kel su brazo ejecutor?
—Aguardemos las conclusiones del juez.
—¿Es que todavía tienes dudas?
—¿Acaso no fue Pefy un notable ministro? Nuestras finanzas van a las mil maravillas, el país es rico, la agricultura próspera…
—Un perfecto colaborador, íntegro y trabajador. ¡Pefy es admirable! ¿Por qué pretende tomar el poder? ¡Es una verdadera locura, a su edad! El ideal de sabiduría se pierde, canciller. Ya hemos trabajado bastante por hoy.
Amasis salió del palacio y se reunió con su esposa, que descansaba a la sombra de un viejo sicomoro.
—¿Os apetece dar un paseo en barca, Tanit?
—Precisamente necesitaba hablaros.
Cuatro remeros, un hombre a proa, un hombre al timón, vino blanco fresco y un parasol. Amasis se tendió sobre unos almohadones y contempló el cielo.
—A veces, querida mía, los humanos me aburren. Debería pensar más en los dioses y preocuparme menos por la felicidad de mis súbditos. Pero ¿quién puede escapar a su destino? De modo que sigo soportando los deberes de mi cargo, y sólo vos conocéis su verdadero peso. Este cielo me parece tan hermoso, tan puro y tan… misterioso. Egipto no debe dudar de su rey, y yo no debo dudar de la dirección que debe tomarse.
—Estoy inquieta —confesó la reina.
Amasis se incorporó.
—¿Qué preocupaciones os obsesionan, Tanit?
—Se trata de vuestro hijo, Psamético. ¿No acaba de abandonar el palacio en compañía del general Fanes de Halicarnaso?
—Exacto, querida. Ha llegado la hora de que sea más aguerrido.
—Pero Fanes es un tipo brutal, y nuestro hijo es tan frágil…
—Él me sucederá, Tanit, y debe aprender a conocer el rigor de la existencia. Confinarlo en palacio sería un grave error.
—¿Y no podríais esperar un poco?
—Los años pasan de prisa; Psamético ya no es un adolescente. Mañana dará órdenes a mercenarios. He descuidado su educación abandonándolo a letrados envueltos en sus buenas maneras. En un campo de batalla, su erudición no le servirá de nada.
—La guerra no nos amenaza —objetó la reina.
—Muy pronto recibiremos a Creso y a su esposa —reveló Amasis—, y les reservaremos una cálida acogida. Gracias a él, Persia está informada de nuestra capacidad militar y, por lo tanto, se guardará mucho de atacarnos. Sin embargo, sigo desconfiando de ese pueblo. Tal vez algún día Psamético se enfrente a él.