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La morada del ministro Pefy estaba cerca del gran templo de Os iris, obra de Seti I, el padre de Ramsés II. Desde la primera dinastía, los faraones construían en Abydos, y algunos habían hecho edificar allí la morada de eternidad del Ka, que resucitaba en compañía del dios vencedor de la muerte.

El jefe del grupito de mercenarios se dirigió al guardia.

—Una muchacha desea ver al ministro Pefy. Según ella, la esperaba.

—¿Su nombre?

—Se niega a decírmelo. Al parecer, es la hija del mejor amigo del ministro, el sumo sacerdote de Sais.

—Avisaré a mi señor.

A Bebón no le llegaba la camisa al cuerpo. Kel, en cambio, mantenía la calma. Los mercenarios permanecían atentos y no les habían dado ocasión de huir.

Si Pefy se negaba a recibirlos, serían brutalmente interrogados y entregados a la policía. Y si los consideraba culpables, avisaría al juez Gem.

Pensándolo bien, la iniciativa de Nitis estaba condenada al fracaso.

El guardia reapareció.

—Que venga.

Un mercenario tomó del brazo a la sacerdotisa.

—Suéltala, yo me encargo.

Nitis atravesó una pequeña antecámara donde se levantaba un altar dedicado a los antepasados, tomó por un corredor iluminado por una alta ventana y llegó a un despacho lleno de papiros y tablillas.

—Aquí está, señor.

Sentado con las piernas cruzadas, Pefy levantó la cabeza.

—¡Nitis! De modo que eres tú.

—No he venido sola: me acompaña Kel. Me ama y yo lo amo. Y su amigo Bebón nos ha salvado de peligrosas situaciones. Tampoco olvido a nuestro asno, Viento del Norte, inteligente y valeroso.

—Y ahora afirmarás la inocencia de un escriba buscado por todas las policías del reino. Las pruebas son abrumadoras, nadie duda de la culpabilidad de Kel. Y a ti te acusan de complicidad. El juez Gem os considera unos temibles conspiradores cuya andadura está sembrada de cadáveres.

—Todo eso es falso —afirmó la muchacha con tranquilidad—, y los verdaderos sediciosos siguen actuando en la sombra.

—¿Quiénes son y qué quieren?

—Lo ignoramos aún, pero probablemente existe un texto cifrado que contiene sus nombres y su objetivo.

—¿Cómo creer semejante fábula?

—Admitiendo la verdad. Un joven escriba, una sacerdotisa y un actor que amenazan el trono de Amasis… ¿Resulta creíble esta fábula?

—Kel asesinó a sus colegas y huyó. Al ayudarlo, tú eres cómplice de esos crímenes.

—La Divina Adoratriz nos dará la clave del código y nos permitirá demostrar nuestra inocencia. Ayudadnos a llegar a Tebas y a obtener audiencia.

El anciano dignatario desvió la mirada.

Nitis aguardó su veredicto. Con una sola palabra podía hacer que los detuvieran y, por lo tanto, condenarlos a muerte.

—Acabo de enviar mi dimisión al rey Amasis —reconoció—. Administrar la economía del país ya no me interesa y no apruebo la política que se hace en favor de Grecia. De modo que he decidido instalarme aquí y consagrarme al culto de Osiris.

La sacerdotisa recuperó la esperanza.

—¿Aceptáis socorrernos?

—Sólo tengo una autoridad limitada sobre la guarnición de mercenarios. Su comandante señalará vuestra presencia a su superior, que advertirá al juez Gem. Con el pretexto de interrogaros, os daré cobijo y os procuraré víveres. Pero no me pidas más.

—¿Me creéis, entonces?

—Ve a buscar a Kel y a Bebón.

Sólo Viento del Norte permaneció fuera. Un criado le llevó agua y forraje, y el asno no se hizo de rogar.

Pefy contempló largo rato al escriba sumido en pleno corazón de un asunto de Estado. La prueba le había hecho madurar; su rostro se había convertido en el de un hombre decidido a combatir hasta el final. No parecía en absoluto abatido ni agotado. Y su pregunta sorprendió al ministro.

—¿Redactasteis vos el papiro codificado? —preguntó Kel.

—No… ¡Claro que no!

—¿Conocéis a su autor?

—No lo conozco. Ahora debo dejaros con mi chambelán. Yo tengo que despedir a la patrulla de mercenarios.

Dando muestras de un apetito devorador y una sed inextinguible, Bebón se prometió no volver a atravesar el desierto. Nitis y Kel, en cambio, no consiguieron comer antes de que Pefy llegara.

—Han regresado a su cuartel —precisó el ministro—, pero exigen un informe de los interrogatorios y se extrañan de mi intervención. Dada mi eminente posición, lo han aceptado. Su comandante no tardará en manifestar su reprobación, pues no tengo por qué mezclarme en asuntos de policía y de seguridad.

—¿Cuánto tiempo podemos quedarnos? —preguntó Kel.

—Dos días, como máximo. Temo una reacción brutal. Ahora, comed y descansad.

—¿Está vuestro barco en el puerto de Abydos?

—Así es.

—¿Nos autorizáis a hurtarlo para dirigirnos a Tebas?

—La Divina Adoratriz no os recibirá. A pesar de su influencia espiritual, debe obedecer al rey. Henat, el jefe de los servicios secretos, os describirá como los peores criminales y la convencerá de que se mantenga al margen de este siniestro asunto.

—Ya veremos. ¿Y esa autorización?

—Ya no pensaba utilizar ese barco. Una vez advertido el robo, presentaré denuncia.

Bebón abandonó a los enamorados en su felicidad y salió de la morada del ministro pasando por la terraza. Sentía el irresistible deseo de ver de nuevo el taller donde se fabricaban las máscaras de los dioses utilizadas durante la celebración de los misterios.

Estaba situado cerca de allí, y le daría la oportunidad de soñar con su reciente pasado de cómico itinerante y en las alegres horas pasadas en compañía de la deliciosa especialista en cartones pintados.

Abydos dormía ya. Ciudad relicario, desprovista de actividad económica, se consagraba por entero a Osiris y veía cómo su pequeño número de habitantes disminuía cada año.

La puerta principal del taller estaba cerrada, pero Bebón sabía abrir una ventana, en la parte trasera de la casa.

Sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y muy pronto divisó los rostros del halcón Horus y del terrorífico animal de Set, una especie de okapi de grandes orejas erguidas.

De pronto, un ruido lo alertó. Asomó un ojo por la ventana y vio cómo unos mercenarios se desplegaban.

El ministro Pefy había vendido a sus huéspedes.