Henat había pasado una jornada deliciosa. Su alojamiento oficial era una vasta villa, a media hora del palacio del gran intendente Chechonq. Una cohorte de criados satisfacía sus menores deseos, un cocinero le servía sus platos preferidos; barbero, manicura y masajista estaban a su disposición.
Una alberca purificada por lotos le había ofrecido la posibilidad de nadar, y se había dormido a la sombra de una pérgola. Cuando despertó lo aguardaba una cerveza fresca y ligera.
—¿Vuestra excelencia desea algo más? —le preguntó una deliciosa morenita que vestía un pequeño taparrabos.
—De momento, no.
Traviesa, ella se esfumó.
¡Sin duda era un regalo del gran intendente!
Aquellos momentos de inesperada relajación mostraban al jefe de los servicios secretos la magnitud de su fatiga. Desde hacía varios años no se había concedido el menor reposo, pues tanto lo abrumaban las tareas y las preocupaciones. Aquella brusca ruptura lo desestabilizaba, desvelándole aspectos de la existencia en los que no había pensado.
Tebas, la tentadora… ¡No, no cedería ante ese espejismo! El hábil Chechonq, vividor también, no le haría olvidar su misión.
Al caer el día, un emisario del gran intendente lo invitó a cenar en el palacio del patrón de la administración tebana.
El comedor, iluminado y perfumado, acogía a una decena de invitados. Todos se levantaron cuando Henat entró.
—Director del palacio real —declaró Chechonq, visiblemente encantado—, os presento a mis principales colaboradores y a sus esposas. Nos sentimos felices de recibir al enviado del faraón Amasis y queremos honrarlo.
Comparada con aquel banquete oficial, la cena de la víspera parecía una colación. Tres entrantes, cuatro platos principales y dos postres fueron acompañados por danzas de una exquisita sensualidad. Tres jóvenes bailarinas, adornadas sólo con un cinturón de amatistas, desarrollaron graciosas figuras, acompañadas por una orquesta femenina compuesta por una arpista, una tañedora de laúd y una flautista.
«¡A Amasis le hubiera gustado esta recepción, digna de un rey!», pensó Henat.
Luego Chechonq rogó al escriba del Tesoro que expusiera a su huésped el modo en que administraba las finanzas de la provincia tebana. Después le tocó al escriba de los campos precisar las modalidades de su política agrícola, insistiendo en las reservas de cereales previstas para casos de mala crecida. En cuanto al superior de los artesanos, éste alabó su conciencia profesional y su fidelidad al dominio de Amón. El responsable de los intercambios comerciales, por su parte, se felicitó por la cantidad de embarcaciones que circulaban entre el norte y el sur y por la rapidez de las entregas. En resumen, todo iba del mejor modo en el mejor de los mundos, y Tebas vivía feliz bajo el reinado de Amasis.
Pese a la extraordinaria calidad de los vinos, Henat se cuidó de beber demasiado. Tras aquella ronroneante velada, los dignatarios de la administración tebana saludaron al director del palacio y le agradecieron su presencia.
—¿Os parece conveniente la casa? —preguntó Chechonq.
—Me parece perfecta —respondió Henat.
—¿En serio?
—Sí.
—¿Os da plena satisfacción el personal?
—Perfecto, también.
—No vaciléis en indicarme el menor problema. Lo resolveré inmediatamente.
—Os lo agradezco, Chechonq. Esta estancia tebana es un encanto, pero tengo que cumplir una misión: hablar con la Divina Adoratriz.
—¡No lo olvido, querido Henat!
—Hasta mañana, gran intendente.
Henat se levantó muy temprano. Le sirvieron de inmediato leche fría y unas finas tortas de miel, un alimento raro y costoso. La primera hora de la mañana era exquisita. Luego llegaría el pesado calor, que obligaba a hombres y animales a protegerse de los ardores del sol.
—¿Qué deseáis para el almuerzo? —preguntó el cocinero.
—Costilla de buey y ensalada.
El lavandero le entregó una túnica nueva, el barbero lo afeitó delicadamente y el perfumista le hizo elegir su fragancia.
Luego el jefe de los servicios secretos se instaló junto a la alberca, dispuesto a esperar a Chechonq. A última hora de la mañana, por la tarde tal vez, Henat hablaría con la Divina Adoratriz y le transmitiría las directrices de Amasis. Si el recibimiento de la anciana sacerdotisa era tan caluroso como el de su gran intendente, estaba seguro de que la entrevista sería cordial y fructífera.
Pasaron las horas. Henat almorzó un poco, y luego paseó por el jardín.
¡Por fin apareció Chechonq!
—Os invito a un banquete al que asistirán los principales escribas encargados de las ofrendas —anunció el gran intendente—. Ellos os explicarán detalladamente cómo funciona la economía de Karnak y de los templos de la orilla oeste.
—Apasionante. ¿Cuándo podré ver a la Divina Adoratriz?
—Vamos, sentémonos a la sombra.
Chechonq parecía molesto.
Un criado se apresuró a servir cerveza.
—¿Acaso la Divina Adoratriz se niega a recibirme? —se inquietó Henat.
—¡No, por supuesto que no! Se trata sólo de un simple contratiempo. Y debo deciros la verdad: ni yo mismo he podido verla hoy. Sin embargo, habíamos previsto tratar numerosos temas referentes a la administración de su dominio.
—¿Se ha producido otras veces ese incidente?
—Raramente.
—¿Por qué razón?
La turbación del gran intendente se acentuó.
—La Divina Adoratriz da más importancia a las tareas rituales que a las preocupaciones materiales. Mi deber consiste, por lo demás, en librarla de ellas, siempre que obtenga su acuerdo con respecto a decisiones importantes.
Henat no ocultó su escepticismo.
¿Me estáis contando toda la verdad, Chechonq?
El gran intendente bajó la mirada.
—Hay que comprender la situación, Henat. La Divina Adoratriz es una dama muy anciana de salud frágil. Ocuparse del conjunto de sus obligaciones se hace difícil, y yo no me atrevo a acosarla.
—Comprendo.
—He depositado vuestra petición de audiencia por escrito. Tened por seguro que, cuando obtenga una respuesta, os avisaré de inmediato. Entretanto, pongo a vuestra disposición una silla de manos. En Tebas hay tantas maravillas que estaréis muy ocupado en los próximos días. Hasta esta noche, querido amigo. Mis subordinados están impacientes por conoceros.
Henat permaneció extrañamente calmado. O Chechonq mentía, y la Divina Adoratriz se negaba a ver al enviado de Faraón, o sus confidencias reflejaban la realidad y la anciana dama estaba realmente enferma, agonizante incluso. En ese caso, no le sería de ayuda alguna al escriba Kel.
El jefe de los servicios secretos seguiría representando el papel del huésped satisfecho para no suscitar la desconfianza del gran intendente.
No obstante, había una tarea urgente que debía llevar a cabo: ponerse en contacto con los agentes tebanos y comprobar las declaraciones de Chechonq.