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Hemos detenido a diez sospechosos —le dijo al juez Gem el oficial encargado del control de policía, en Licópolis—. Ocho hombres y dos mujeres.

—Traédmelos de inmediato.

Pero supuso una cruel decepción. Eran culpables de delitos menores.

Kel, Nitis y Bebón habían conseguido, pues, abandonar la ciudad. No por el río, dada la violencia de los primeros días de la crecida, que hacía que el Nilo no fuera navegable. Y una multitud de soldados vigilaba carreteras y caminos en dirección al sur.

Los responsables enviaban al juez un informe diario y le presentaban a los sospechosos. Pero también ahí el fracaso había sido total.

Sin embargo, quedaba una posibilidad: el desierto.

¿Pero cómo iban a escapar los fugitivos a todos sus peligros? La sed, las fieras, las serpientes y los escorpiones no les permitirían llegar muy lejos. Sólo unos profesionales expertos, como los patrulleros o los caravaneros, sobrevivían en aquel infierno.

Una caravana… ¡Quizá ésa fuera la clave del enigma!

El juez convocó al escriba encargado de registrar la llegada y la partida de los nómadas e imponerles tasas en función de lo que durara su estancia en Licópolis.

—¿Cuántas caravanas han tomado la pista del sur en los últimos días?

—Sólo una —respondió el funcionario—: la del sirio Hassad.

—¿Cuál era su destino?

—Coptos.

—Y el tal Hassad… ¿Es honesto y serio?

—Conoce bien las pistas y el emplazamiento de las aguadas. Pero en cuanto a su honestidad…

—¿Aceptaría llevar viajeros en situación irregular?

El funcionario vaciló.

—A este respecto, han corrido algunos rumores. Pero no dispongo de pruebas concretas.

—¿Están de regreso los patrulleros encargados de vigilar el sector que depende de Licópolis?

—No volverán antes de mañana.

El magistrado se armó de paciencia.

Y el retraso aumentó.

Al finalizar el cuarto día, seguro de que se había producido un grave incidente, el juez decidió mandar un equipo de socorro. Ya se disponía a partir cuando los patrulleros aparecieron en la entrada este de la ciudad.

Su jefe fue llevado de inmediato ante Gem.

—¡Ha ocurrido algo increíble! —declaró—. Sin embargo, habíamos controlado la caravana de Hassad sin advertir nada anormal. Luego, nos alcanzaron los miembros de su familia, totalmente desamparados. Según ellos, los asnos se habían rebelado para liberar a un hombre y a una mujer que su patrón contaba entregar a la policía de Coptos a cambio de una hermosa recompensa. Otro hombre habría tomado a Hassad como rehén, y el cuarteto habría desaparecido. Dos de mis patrulleros conducen la caravana hasta su destino. Y no hemos encontrado ni a Hassad ni a sus raptores.

«¡Kel, Nitis y Bebón!», concluyó el juez.

Su rehén los guiaría por el desierto y, llegados a su destino, se librarían de él.

¿Coptos? ¡De ninguna manera! Allí los aguardaba la policía.

El juez Gem consultó entonces un mapa, intentando ponerse en el lugar de los terroristas.

Y un nombre se impuso: Abydos.

Abydos, la ciudad preferida de Pefy, el ministro de Finanzas. Por una extraña coincidencia, residía allí mientras el escriba Kel y sus aliados intentaban llegar a Tebas.

Abydos era, pues, una etapa obligada. El asesino encontraría un cómplice, uno de los altos dignatarios del Estado, que le proporcionaría abrigo seguro y lo ayudaría a ponerse en contacto con la Divina Adoratriz.

Pefy, amigo íntimo del difunto sumo sacerdote de Sais, maestro espiritual de la sacerdotisa Nitis. Pefy, la cabeza pensante de la conspiración. Puesto que utilizaba al escriba Kel como brazo ejecutor, lo había ayudado en cualquier circunstancia.

Pero Abydos sería la tumba de los conspiradores.

Viento del norte, al que le gustaba más bien poco el abrasador desierto, se alegraba de llegar al valle del Nilo. Golpeando el suelo con sus bastones, los viajeros emitían vibraciones que disuadían a las serpientes de atacar. Por la noche, una hoguera alejaba a los depredadores.

De pronto, el aire cambió de naturaleza y el calor pareció menos insoportable.

—El río no está ya muy lejos —estimó Kel.

—Debemos extremar las precauciones —recomendó Bebón—. Si nos topamos con los patrulleros del desierto, estamos perdidos.

Cada colina de arena, sembrada de fragmentos de piedra, les servía de puesto de observación. Corrieron entre los montículos y Viento del Norte galopó.

Tras una noche pasada en lo alto de una duna, Nitis divisó algunos monumentos a lo lejos.

—Abydos, el reino de Osiris —precisó Bebón—. Representé allí muchas veces el papel de Set en la celebración del drama ritual, en el atrio del templo. ¡Surte mucho efecto, podéis creerme! La máscara es terrorífica y la victoria final de Osiris no parece decidida de antemano. Tengo muy buenos recuerdos… ¡Fue uno de mis mejores papeles!

—El fuego de Set nos ha permitido atravesar el desierto —observó Nitis.

—Lo estamos logrando —reconoció el actor—. ¡No siento el menor deseo de regresar allí! De todos modos, no cantemos aún victoria. Un cuartel lleno de mercenarios griegos, originarios de Mileto, se encarga de la protección de Abydos. Suponiendo que obedezcan las órdenes del ministro Pefy, vamos derechos a las fauces del chacal.

—Pefy era amigo de mi maestro —objetó Nitis—. Escuchaba sus consejos y tenía en cuenta sus opiniones. Está al corriente del asunto de Estado en el que nos hemos visto injustamente mezclados, e intentó defendernos. Ante la ceguera del rey, decidió retirarse a Abydos y consagrarse al culto de Osiris.

—¡Cuánto optimismo! —exclamó Bebón—. Yo pienso, más bien, en una emboscada perfectamente organizada. A Pefy, un viejo cortesano, le importan mucho sus privilegios, y por miedo a resultar sospechoso, se prestó a una maquinación destinada a destrozarnos. No saldremos vivos de Abydos.

—¿Cómo decidirlo?

—No nos queda agua —advirtió Kel—, y muy pocas provisiones.

El argumento era decisivo.

—Conozco una granja donde seremos bien recibidos —reveló Bebón.

—¿Acaso la granjera es una de tus conquistas? —preguntó el escriba.

—No, su hija. Su inteligencia es mediana y su vocabulario limitado, pero tiene un pecho de ensueño.

—¿Os separasteis de una forma amistosa?

—Pero ¿es eso posible?

Con el estómago en los pies, Viento del Norte se moría por comer alfalfa y brotes de cardo, de modo que puso término a las discusiones y se dirigió hacia los cultivos.

Salir del desierto fue un inmenso alivio. Por fin árboles, vegetación y el dulce temblor del agua en los canales de irrigación.

—¡Alto! —ordenó de pronto una voz huraña.

Eran cinco mercenarios griegos.

Viento del Norte se detuvo y sus compañeros lo imitaron.

—¿Quiénes sois?

—Vendedores ambulantes.

—¿De dónde venís?

—Del norte.

—¿Con un solo asno? ¡Eso es muy raro! Conocemos a los vendedores del lugar, y a vosotros no os hemos visto nunca. Seguidnos y os interrogaremos en el cuartel.

«No saldremos vivos de Abydos», se repitió Bebón. Pero derribar a cinco mocetones parecía imposible.

—Nos llevaréis a casa del ministro Pefy —exigió Nitis.

El mercenario abrió de par en par los ojos.

—¡No recibe a vendedores!

—Soy la hija de su mejor amigo, el sumo sacerdote de Sais, y el ministro me aguarda.