Hassad contaba una y otra vez las piedras preciosas. Sus preferidas eran los lapislázulis procedentes de Afganistán; un viaje largo y peligroso, en el que perecían numerosos mercaderes, víctimas del clima y de las tribus locales. Desde siempre, aquel país lejano se entregaba a los saqueos y a las matanzas. Pero albergaba aquella piedra maravillosa, análoga al cielo estrellado.
Añadiendo el valor de aquel saco a la enorme recompensa que la policía le entregaría cuando pusiera en sus manos a los dos terroristas, Hassad estaría en poder de una inmensa fortuna. Entonces se compraría una suntuosa villa en Coptos, rodeada por un jardín, y daría órdenes a un ejército de criados. Una vez convertido en propietario de una decena de caravanas, reinaría sobre el comercio del desierto del este y se permitiría tener, incluso, uno o dos barcos que surcaran el mar Rojo.
Había aceptado varias veces compañeros de viaje clandestinos a cambio de una fuerte remuneración. Pero ninguno había llegado a buen puerto. Hassad los degollaba tras haberlos despojado, y los buitres, las hienas, los chacales y los insectos se encargaban de hacer desaparecer sus cadáveres. Por lo demás, nadie los reclamaba.
Esta vez, la presa superaba sus más enloquecidas esperanzas. Muy pronto dispondría de un harén compuesto por soberbias mujeres del todo sumisas que satisfarían sus caprichos. Cuando se cansara de alguna de ellas, la entregaría a sus servidores.
No obstante, había un detalle que lo intrigaba: el arco que había sacado de una de las alforjas del asno que pertenecía a sus prisioneros. Un arma de buen tamaño, de madera de acacia.
Al manipularlo, su primo había lanzado un grito de dolor y sus manos se habían cubierto de ampollas. Y su hermano acababa de sufrir la misma desventura.
Ahora, el arco yacía junto a un fuego en el que se cocían unas tortas.
—Ese objeto está maldito —le susurró su hermano—. Nos traerá desgracias. Suelta a esa pareja y sigamos nuestro camino.
—¿Es que te has vuelto loco? ¡Gracias a ellos, nos haremos ricos!
—Te pierde la codicia, Hassad. Ese arco demuestra que poseen terribles poderes mágicos.
—¡Eso es ridículo!
—Burlarse de la magia y de los dioses provoca su cólera.
—¡Paparruchas!
—Entonces, toma el arco.
Pero Hassad vaciló. Pensaba, más bien, en violar a la muchacha, aunque temía estropearla y hacer que perdiera parte de su valor mercante. ¡Tendría a sus pies decenas de hembras! Y no podía quedar en ridículo.
Con mano decidida, tomó el arma. De inmediato, su carne crepitó y un espantoso hedor llenó el campamento.
Hassad aulló al tiempo que soltaba el arco de la diosa Neit.
—¡Mira —le advirtió su hermano—, los asnos nos amenazan!
Ante el pasmo del patrón de la caravana, los cuadrúpedos formaban un círculo y arañaban la arena con sus cascos, visiblemente irritados.
—¡Sucias bestias! Ahora sabrán lo que es bueno.
El primo intentó golpear a uno con el látigo, pero Viento del Norte se apartó del grupo y lo golpeó en la parte baja de la espalda.
Roto, el sirio se derrumbó.
Los caravaneros, asustados, se agruparon alrededor del patrón.
Entonces apareció Nitis, tranquila y decidida.
—No os mováis —ordenó—. De lo contrario, los asnos obedecerán al macho dominante y os matarán.
La cólera que brillaba en los ojos de Viento del Norte convenció a los escasos temerarios para que obedecieran.
La joven se acercó a Hassad, que se retorcía de dolor. Las palmas de sus manos sangraban.
Nitis tomó el arco.
—¡Mirad, la diosa Neit me autoriza a manejar su símbolo! Quien lo ultraja e ignora las fórmulas de apaciguamiento del fuego es justamente castigado. Vuestro jefe os ha engañado: sólo es un ladrón y un asesino. Liberad de inmediato al hombre sometido a tortura y traedlo aquí.
Dos caravaneros se apresuraron a obedecer.
Aunque herido, Kel consiguió andar, y ver de nuevo a Nitis le devolvió una energía insospechada.
Bebón apareció por detrás de Hassad y le puso la hoja del cuchillo griego en la garganta.
—Recoge las piedras y ponlas en la bolsa.
—Me haces daño, yo…
—Apresúrate.
A pesar del sufrimiento, el sirio obedeció.
—Ahora, mis amigos y yo nos iremos. Cargad en nuestro asno cestos con agua y comida. ¡Rápido!
Nitis humedeció los labios de Kel. Su mirada expresaba tanto amor que él olvidó su prueba.
—Vamos —le dijo Bebón a Hassad.
—¡De… debes soltarme! Soy el jefe de esta caravana, mi familia me necesita.
—Más tarde te reunirás con ellos; te esperarán. Adelante.
Viento del Norte fue el primero en ponerse en marcha, seguido por Nitis, Kel y Bebón, que con la punta de su cuchillo pinchaba los lomos del sirio.
Sin dejar de formar un círculo, los asnos seguían mostrándose amenazadores. Sólo cesarían en su asedio cuando el macho dominante considerara que sus protegidos estaban seguros.
La pomada apaciguó las quemaduras que sufría el escriba, y unas túnicas multicolores protegieron del sol a los viajeros.
—Indícanos cuál es la ruta de Coptos —exigió Bebón.
—Es por allí —respondió Hassad, señalando un sendero que pasaba entre colinas de arena.
Viento del Norte prosiguió en dirección opuesta.
—¡Basura, sigues mintiendo!
El sirio se arrodilló.
—¡No me matéis, os lo suplico!
—Lo veremos en la próxima aguada.
El ocaso procuró algo de frescor. Bebieron, comieron sobriamente y el actor ató a Hassad.
Tras una noche reparadora, el viaje prosiguió.
De pronto, Viento del Norte se detuvo y miró fijamente al sirio.
—¡Impedid que ese monstruo me agreda!
—Puedes marcharte —estimó Nitis.
—¿Soy… soy libre?
—¿Realmente puede serlo un criminal de tu especie?
Vacilante primero, el sirio se apartó, reculando. Luego se dio media vuelta y corrió.
—Que se largue con viento fresco —estimó Bebón—. A mi entender, deberíamos dirigirnos hacia el valle e intentar llegar a Abydos.
—Abydos es el feudo del ministro Pefy —recordó Nitis.
¿Amigo o enemigo?
—No tardaremos en saberlo —estimó Kel.
Los interrumpió una serie de aullidos. Luego se hizo un profundo silencio. El desierto entero callaba.
Entonces resonaron unos profundos gruñidos y, en lo alto de una colina, apareció una leona con las fauces ensangrentadas.
Nitis levantó el arco de Neit en señal de ofrenda.
Apaciguada, la fiera se alejó. Hassad no regresaría nunca a su caravana.