La caravana era un refugio ideal. A pesar del calor, avanzaba a buen ritmo, aun respetando los tiempos de descanso suficientes para no agotar el organismo de los hombres y los animales. Hassad había cuidado de llevarse gran cantidad de calabazas de agua nueva,[18] verdaderos talismanes contra la sed. Y conocía el emplazamiento de los pozos que jalonaban el camino.
Rábanos, ajos, cebolla, pescado seco, queso, pan y cerveza conformaban el menú de las comidas.
—No me gusta ese sirio —le confió Nitis a Kel, al tiempo que le untaba las manos con la pomada regeneradora—. Su mirada no es sincera.
—Le hemos pagado generosamente y parece satisfecho.
—Pedirá más muy pronto, ya lo verás.
—Tenemos bastante para satisfacerlo. En Coptos, abandonaremos la caravana.
—No estoy tranquila, Kel.
De pronto, los asnos se detuvieron.
Irritado, Viento del Norte arañó el suelo.
—Tranquilos —ordenó el vigilante de la retaguardia—. Esperamos instrucciones del patrón.
Hassad se situó a la altura de la pareja.
—Control policial. Tenéis que separaros.
—Ni hablar —repuso el escriba.
—Si permanecéis juntos, os detendrán. A ti, muchacha, te presentaré como la esposa de mi primo; tú, jovencito, te encargarás de la cocina, y vuestro asno se mezclará con sus congéneres.
Nitis y Kel ni siquiera tuvieron tiempo de abrazarse. Y la sacerdotisa tuvo que convencer a Viento del Norte de que obedeciese.
Hassad se dirigió entonces hacia la cabeza de la caravana, donde su hermano menor intentaba responder a las preguntas de un teniente de patrulleros del desierto. Provistos de arcos y hondas, sus subordinados no parecían muy amistosos.
—Todo está en regla —afirmó Hassad—. Podéis registrar bolsas y cestos.
—Buscamos a una mujer médico y a un herido. ¿Te han pedido que los ocultaras?
—¡Teniente! Hace ya varios años que recorro este desierto y la policía nunca ha tenido nada que reprocharme. No tengo el menor deseo de arruinar mi reputación y perder mi caravana. Si esas personas se hubieran puesto en contacto conmigo, tened por seguro que me habría negado a llevarlos. Conmigo sólo viajan mis empleados y sus familias.
—Lo comprobaremos.
—Como gustéis.
El teniente contempló a los hombres y a las mujeres de la caravana. Hassad le dijo sus nombres y precisó sus funciones. La belleza de Nitis demoró al policía un largo instante, pero aceptó la explicación del sirio.
Y la caravana se puso en marcha de nuevo.
La patrulla se perdió de vista muy pronto. Entonces, Kel quiso reunirse con Nitis.
Pero cuatro hombres se abalanzaron sobre él y lo ataron.
Hassad contempló a su prisionero, burlón.
—¡Pareces menos orgulloso, muchacho!
—Mi esposa… ¡No le hagáis daño!
—No te preocupes, yo mismo me ocuparé de ella. Pero antes quiero saber quién sois.
—Simples mercaderes.
—Pretendíais abandonar la ciudad escapando a las fuerzas del orden. Y la policía busca a una pareja formada por una mujer médico y un herido.
—Yo estoy en perfecto estado de salud, y mi esposa no es médico.
Hassad se mesó el mostacho.
—He oído hablar de un temible asesino, el escriba Kel, acompañado por una hermosa sacerdotisa y un actor. En Hermópolis, escaparon del juez Gem, que acaba de llegar a Licópolis. Y yo, un simple caravanero, tengo la suerte de haber echado mano a dos de esos fugitivos.
—¡Os equivocáis!
—Hablarás, créeme. Ya he encontrado la bolsa con las piedras preciosas y estoy encantado de haberos aceptado a ti y a la hermosa mujer.
—¿Os habéis atrevido…?
—Tranquilízate, está indemne. O me daba la bolsa o yo mataba a vuestro asno. Pero como tiene buen corazón, no se ha andado por las ramas. Un magnífico tesoro, lo reconozco, pero espero algo mejor, mucho mejor. Entregar a la policía al escriba Kel me valdrá una fortuna, de modo que tendrás la amabilidad de confesar.
Kel aguantó la mirada del sirio.
—¡Oh, por supuesto, no esperaba una colaboración inmediata! Afortunadamente, el sol pega fuerte. Mientas comemos y bebemos a la sombra de las tiendas, tú estarás expuesto a él, tendido de espaldas, con las muñecas y los tobillos atados a unas estacas. Ya verás como pronto se te hará insoportable. Confiesa, y la prueba terminará.
Bebón había encontrado el rastro de la caravana. Al acercarse el destacamento de la policía del desierto, apenas había tenido tiempo de ocultarse tras un montón de rocas. Aquellos sabuesos habían registrado, forzosamente, a los comerciantes y descubierto a Kel y a Nitis.
Sin embargo, no vio a ninguno de los dos.
Sólo había una explicación: el patrón de la caravana los protegía, sin duda presentándolos como miembros de su familia. ¿Pero cómo se hacía pagar su protección?
Limitándose a escasos y pequeños tragos, el cómico apresuró el paso. Muy pronto, su odre estaría vacío, y él, sin fuerzas.
No obstante, dos horas más tarde vio recompensados sus esfuerzos: los caravaneros habían plantado sus tiendas junto a un pozo.
Molido y jadeante, Bebón tembló de espanto al descubrir el suplicio que el escriba sufría.
Era imposible socorrerlo. Solo, el actor no podría acabar con más de veinte hombres.
¿Y Nitis?
Arrastrándose, Bebón rodeó el campamento, y entonces vio que estaba algo apartada, atada a un poste, vigilada por dos sirias que vestían túnicas multicolores. Sentadas, las centinelas dormitaban.
Por lo general, él no solía maltratar a las mujeres. ¡Pero ése era un caso de fuerza mayor! Cogió una piedra redonda, se acercó lentamente, se levantó en el último instante y les dio un seco golpe en la nuca. Ni una ni otra tuvieron tiempo de gritar.
Bebón desgarró sus túnicas, utilizó los jirones como mordazas y las ató de pies y manos.
Luego liberó a Nitis, que se derrumbó, inerte.
¡La habían drogado!
—¡Despierta, te lo ruego!
Bebón sintió una presencia a su espalda: había caído en la trampa y no tenía posibilidad alguna de librarse.
Pero como la esperada agresión no se producía, se volvió.
—¡Viento del Norte!
El poderoso rucio lamió dulcemente la frente de Nitis hasta que la muchacha volvió en sí.
—Hay que abandonar el campamento —imploró el actor.
—¡Bebón! ¿Has liberado a Kel?
—Imposible.
—No me iré sin él.
El cómico se lo temía.
—Los caravaneros son demasiados. Refugiémonos en alguna parte y estudiemos un plan.
Viento del Norte apoyó levemente una pata sobre el antebrazo de Nitis.
—Él tiene uno.