Impresionante. Realmente muy impresionante.
Sais era una ciudad muy hermosa, pero no podía compararse con Tebas la Poderosa,[15] la ciudad santa del dios Amón.
Henat no esperaba tanta grandeza.
A lo largo de todo su viaje, había hablado con numerosos corresponsales y les había preguntado por el estado de ánimo de las población local y la actitud de los templos. La política de Amasis, impuesta por la fuerza, no despertaba demasiadas simpatías. Ciertamente, apreciaban la seguridad; sin embargo, la omnipresencia de los mercenarios griegos, la promulgación del impuesto sobre la renta de cada habitante y la supresión de los tradicionales privilegios de los santuarios encendían los ánimos.
Por suerte, la Divina Adoratriz preservaba los valores ancestrales rechazando la decadencia y celebrando los ritos que mantenían la presencia divina.
Tebas no era una pequeña aglomeración que dormitara lejos de la capital. El vasto dominio de Amón presidía el corazón de la provincia más rica de Egipto. Desde la proa de su embarcación, Henat descubrió, a uno y otro lado del Nilo, grandes llanuras bien cultivadas. Los tebanos disfrutaban de una gran cantidad de legumbres y frutas, los numerosos rebaños de vacas se beneficiaban de lujuriantes pastizales y los pescadores nunca regresaban con las manos vacías.
Coquetos pueblos a la sombra de los palmerales, sólidos diques, albercas para retener el agua perfectamente cuidada, canales que irrigaban la campiña, centenares de asnos que entregaban géneros al templo y a la ciudad… La administración de aquella provincia parecía notable.
La Divina Adoratriz, era evidente, no se sumía en un misticismo alejado de las realidades cotidianas y los imperativos económicos. Y la magnitud de sus riquezas no era una leyenda.
Al acercarse a Karnak, el templo de los templos,[16] Henat no creía lo que estaba viendo. Desde el embarcadero, divisó un bosque de monumentos cuyos techos sobresalían por encima de la muralla de ladrillo, y obeliscos que perforaban el cielo. Allí habían actuado los Sesostris, los Montuhotep, los Amenhotep, los Tutmosis, Seti I y Ramsés II. Y cada faraón había embellecido el dominio de Amón, dios de las victorias y garante del poder de las Dos Tierras.
La Divina Adoratriz, heredera y custodio de aquel fabuloso tesoro, era iniciada en su función de acuerdo con los ritos reales. Durante su instalación, un ritualista iba a buscarla en la morada matinal donde había sido purificada. Nueve sacerdotes puros le ponían las vestiduras, las joyas y los amuletos vinculados a su dignidad, y el escriba del libro divino le revelaba los secretos. Proclamada soberana de la totalidad del circuito celeste que recorría el disco solar, presidía la sustancia de todos los seres vivos. Al igual que los faraones, la Divina Adoratriz recibía nombres de coronación inscritos en un cartucho[17] y cumplía con los ritos antaño reservados a los monarcas.
Descubrir Karnak le permitió a Henat tomar conciencia del verdadero poder de la Divina Adoratriz. A la cabeza de aquel gigantesco dominio sagrado, patrona de miles de campesinos y artesanos, aureolada por un inmenso prestigio, la vieja sacerdotisa disponía de un considerable poder. ¿Cuántos jefes de provincia la obedecerían si decidía la secesión y no seguir reconociendo la autoridad de Amasis?
Ciertamente, ningún indicio acreditaba dicha hipótesis, y los espías de Henat no le habían indicado ninguna veleidad de rebeldía por parte de la administración tebana. ¿Pero eran fiables sus informes? Las Divinas Adoratrices formaban una especie de dinastía puramente religiosa que se limitaba a la provincia de Tebas y al templo de Amón, perfectamente fiel al faraón reinante. Hasta ese día, se habían limitado a ese papel.
Un elemento tranquilizador. Aunque tal vez demasiado.
Mientras el barco atracaba, Henat no conseguía apartar su mirada de Karnak donde, era evidente, se concentraba un imponente número de fuerzas divinas. Bajo la égida de Amón, la totalidad de las divinidades del cielo y de la tierra se albergaban allí. Más allá de las murallas, lo temporal y lo profano ya no tenían su lugar. ¡Qué alejado parecía ese mundo del Delta, especialmente de la ciudad griega de Náucratis! Vuelto hacia el pasado y la tradición, Karnak rechazaba el porvenir y el progreso.
Henat esperaba una vieja gloria, edificios roídos por el tiempo, un antañón conservatorio de irrisorias costumbres. Pero se había equivocado por completo. Ante él se levantaba un inmenso bajel mágico, en perfecto estado de funcionamiento.
El jefe de los servicios secretos estaba impaciente por saber algo más y por hablar con la anciana ritualista encargada de dirigir la tripulación. ¿Realmente los años hacían presa en ella, sucumbía bajo su peso o mantenía un dinamismo comparable al de aquellas piedras milenarias, alimentado por los ritos practicados?
En ese caso, la partida iba a ser dura.
Sin embargo, sería imprescindible que la Divina Adoratriz se sometiese a las órdenes de Faraón. De lo contrario, Henat pensaría en una solución radical, de acuerdo con el soberano.
Henat esperaba que una sola entrevista fuera suficiente. Expondría la situación, proporcionaría a su ilustre interlocutora las precisiones necesarias y le indicaría la conducta que debía seguir. Ella nunca recibiría al escriba Kel y a sus cómplices. Y si, por ventura, llegaban a Tebas, serían detenidos y devueltos a Sais.
Un sacerdote con la cabeza afeitada pidió autorización para subir a bordo.
—Bienvenido a Karnak. ¿Puedo conocer vuestro nombre, vuestros títulos y el motivo de vuestra visita?
—Soy Henat, el director del palacio de Sais, enviado especial del faraón Amasis. ¿No habéis recibido la carta oficial que anunciaba mi llegada?
—Perdonadme, pero sólo soy el encargado de la circulación de los barcos por el canal que lleva al templo. A causa de la crecida, debemos adoptar disposiciones especiales.
—Llevadme a mi alojamiento oficial.
El sacerdote pareció terriblemente confuso.
—Como os decía, me encargo de los barcos y…
—¿Habéis oído bien mi nombre y mi título?
—Lo siento, pero mis competencias están estrictamente limitadas.
—¡Pues id a buscar a un responsable!
El sacerdote reflexionó largo rato.
—Intentaré ser amable con vos, pero no antes de finalizar mi servicio. De lo contrario, sería amonestado.
Henat despidió, con un ademán, al insoportable personaje.
Un mensaje oficial perdido… ¡Imposible! Se estaban burlando de él. Salió entonces de su cabina, bajó por la pasarela y chocó con dos hombres armados con espadas y garrotes.
—No os han autorizado a abandonar vuestro barco —dijo uno de ellos—. Se están cumplimentando las formalidades.
—Soy Henat, director del palacio real, y os ordeno que me dejéis pasar.
—Lo siento, pero las órdenes del gran intendente Chechonq son muy claras.
Furibundo, el jefe de los servicios secretos no inició una prueba de fuerza.
—¡Pues decidle que venga en seguida!