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El recinto del santuario de Licópolis marcaba la frontera entre el mundo profano y el dominio sagrado del dios chacal. En la puerta principal, varios centinelas filtraban a los sacerdotes puros y los artesanos autorizados a trabajar en los talleres del templo.

—Me gustaría acompañar a mi superior —le dijo Bebón al capitán.

—Ni hablar. Lo entregaremos a los médicos; ellos sabrán qué hacer. Tú te quedas con nosotros.

—¿Acaso soy vuestro prisionero?

—No te andes con grandes palabras.

—En ese caso, me quedo junto al herido.

—Volverás al barco y no te quitaré los ojos de encima.

—¿Acaso no confiáis en mí?

—El reglamento me obliga a verificar tu declaración. ¡No tardaré mucho! Descansa, come algo y, luego, cumplirás una nueva misión.

Insistir habría parecido sospechoso, de modo que Bebón se resignó y vio cómo las parihuelas pasaban el puesto de guardia.

Menudo desastre. El primer terapeuta que llegara descubriría el verdadero estado del herido y advertiría a las fuerzas del orden.

El escriba perdería, al mismo tiempo, sus manos, la libertad y la vida. Y la de Bebón no valdría ni un par de sandalias de papiro.

Los guardias llamaron a cuatro sacerdotes puros, que llevaron las parihuelas hasta el hospital del templo donde actuaban expertos terapeutas.

Kel se preguntaba qué hacer. ¿Debía intentar huir, decir la verdad, inventar una fábula? Las manos comenzaban a hacerle sufrir atrozmente y necesitaba cuidados urgentemente. Ningún médico lo creería, y sería arrojado como pasto al juez Gem.

Las parihuelas fueron depositadas en el interior de una pequeña estancia fresca, y los porteadores se retiraron. Kel se preguntaba aún por la conducta que debía seguir cuando dos personas entraron en la sala.

—Una urgencia —dijo una voz irritada—. ¡Y yo estoy desbordado de trabajo! ¿Sabréis ocuparos vos?

—Eso espero.

—En caso de dificultad, avisadme. Los cofres de madera contienen lo necesario.

—Lo haré lo mejor que pueda.

Aquella voz suave y pausada… ¡era la de Nitis!

La muchacha le quitó los apósitos vegetales y Kel abrió los ojos.

—Nitis, ¿cómo…?

—No se niega la hospitalidad a una mujer médico de la prestigiosa escuela de Sais, de camino hacia la capital tras una estancia en Dandara. Ya va siendo hora de que me ocupe adecuadamente de tus manos.

Nitis le aplicó una pomada compuesta de sal marina, grasa de toro, cera, cuero cocido, papiro virgen, cebada y rizomas de chufa comestible.

—Sanarán rápidamente —prometió—. Gracias a las fórmulas de conjuro de la llama devoradora, no te quedarán cicatrices. El médico en jefe no volverá antes del anochecer; partiremos de inmediato. Y me llevaré la cantidad de producto necesaria. ¿Dónde está Bebón?

—No ha sido autorizado a acompañarme. Espero que haya podido escapar de la policía. ¿Y Viento del Norte?

—En el establo del templo. Puesto que lleva mis bolsas medicinales, gozará de un trato de favor.

—Mala cosa —dijo Bebón al capitán que lo llevaba al barco en compañía de una decena de arqueros—. Perseguíamos a un criminal huido y nos vimos enfrentados a un verdadero ejército. Ese tal Kel es un temible jefe de guerra.

—¿No exageras?

—¡Al poder le esperan numerosas dificultades! A mime gustaría regresar a Sais y no seguir ocupándome de este asunto. Un puesto en los archivos me iría al pelo. Cuando se ha visto la muerte de cerca, sólo piensas en vivir tranquilamente.

—¿Has cumplido muchas misiones peligrosas al servicio de Henat?

—¡Ninguna comparable a ésta! Mantened los ojos bien abiertos, capitán. Ese Kel puede atacar en cualquier parte.

—Tranquilízate, el juez Gem ha triplicado el número de embarcaciones de policía. Ese bandido no escapará.

Cuando estaba subiendo por la pasarela, Bebón se detuvo de pronto.

—¿Lo habéis visto?

El capitán se sintió intrigado.

—¿Qué es lo que debo ver?

—El casco… Mirad el casco, a la altura de la proa.

—Me parece normal.

—¡Pues a mí no! Mi padre era carpintero y sé algo de construcción naval. Mirad mejor: el color de la madera se ha oscurecido ligeramente.

—¿Y eso te preocupa?

—La estiba puede quebrarse y entonces el barco se hundiría en pocos instantes. Iré a examinar ese casco.

Sin aguardar la autorización del capitán, Bebón se zambulló en el agua.

El capitán nunca había oído hablar de ese problema, pero él no era carpintero naval.

La diferencia de color parecía muy leve. Sólo un ojo experto podía descubrirlo. Pasaron segundos, luego minutos, y el agente secreto no volvía a la superficie. ¿Habría sido víctima de un accidente? El capitán ordenó a dos marinos que se zambulleran también.

Pero no había ni rastro de Bebón.

—¡Ese tipo me ha engañado! —exclamó el capitán—. Que cierren el puerto y que me lo traigan. Yo regresaré al templo.

El capitán tuvo que discutir con los guardias, pues éstos respetaban las consignas del sumo sacerdote: nada de policía extranjera en el interior del recinto, a pesar de la nueva ley promulgada por Amasis. Sin embargo, ante la insistencia del oficial y la amenaza de una intervención brutal, fueron a buscar al ayudante del sumo sacerdote.

—Quiero interrogar a un herido que os han traído hoy. Sin duda, se trata de un peligroso malhechor.

—El médico en jefe es quien debe concederos la autorización.

Nueva espera, y la llegada de un huraño personaje. El capitán se explicó.

—He confiado ese hombre a una joven colega de Sais, la mejor escuela del país.

—Una mujer… —murmuró el oficial.

—¡Pues sí, capitán! ¿Acaso ignoráis que son excelentes médicos?

El falso agente secreto, el falso herido, la sacerdotisa de Sais fingiéndose médico… ¡El trío de terroristas que buscaba toda la policía!

—Exijo ver de inmediato al supuesto paciente.

—Está muy mal, así que no sacaréis nada de él. Es incapaz de hablar.

—Llevadme a su lado.

—Pero las órdenes del sumo sacerdote…

—Dada la urgencia de la situación, mis arqueros forzarán el paso, y el juez Gem me dará la razón.

El capitán no parecía bromear, por lo que el médico en jefe cedió y lo condujo hasta la pequeña estancia donde la joven terapeuta cuidaba al herido.

Una pequeña estancia… vacía.